Narrador:
Al
anochecer, en la posada, el amigo de Juan preparó un buen ponche.
Compañero:
Vamos a alegrarnos y a brindar por la salud de la princesa.
Juan:
Sí, brindemos por ella.
Compañero:
Y por tu suerte. Bebe, bebe, Juan y descansa.
Narrador:
Una vez que Juan quedó sumido en un profundo sueño, su compañero
cogió las grandes alas que había cortado al cisne y se las sujetó
a la espalda. Cogió las varas recibidas de la vieja de la pierna
rota, abrió la ventana, y, echando a volar por encima de la ciudad,
se dirigió al palacio. Allí se posó en un rincón, bajo la
ventana del aposento de la princesa.
Dieron
las doce en el reloj, se abrió la ventana, y la princesa salió
volando, envuelta en un largo manto blanco y con alas negras,
alejándose en dirección a una alta montaña. El compañero de Juan
se hizo invisible, para que la doncella no pudiese notar su
presencia, y se lanzó en su persecución. Cuando la alcanzó, se
puso a azotarla con su vara, con tanta fuerza que la sangre fluía de
su piel. A cada azote la princesa exclamaba:
Princesa:
¡Qué manera de granizar!
Narrador:
Finalmente, llegó a la montaña y la hija del Rey, seguida de modo
invisible por el amigo de Juan, entró en una espaciosa sala, toda
ella construida de plata y oro. ¡Qué espanto! En el centro del piso
había un trono, soportado por cuatro esqueletos de caballo. Ocupaba
el trono un viejo hechicero que invitó a la princesa a sentarse a su
lado, mientras daba la orden para que empezase la música:
Hechicero:
¡Que suene la música y comience el baile!
Narrador:
Jamás se ha visto tal concierto. Pequeños trasgos negros con fuegos
fatuos en la gorra danzaban por la sala. Los cortesanos no eran sino
palos de escoba rematados por cabezas de repollo, a las que el brujo
había infundido vida y recubierto con vestidos bordados.
Terminado
el baile, la princesa contó al hechicero que se había presentado un
nuevo pretendiente.
Princesa:
¿Qué enigma debo plantearle cuando mañana se presente en palacio?
Hechicero:
Te diré... Yo elegiría algo que sea tan fácil que ni siquiera se
le ocurra pensar en ello. Piensa... en tus zapatos; no lo adivinará.
Entonces lo mandarás decapitar, y cuando vuelvas mañana por la
noche, no te olvides de traerme sus ojos, pues me los quiero comer.
Narrador: A la mañana siguiente, en la posada…
Compañero:
Sabes, Juan, he tenido un extraño sueño acerca de la princesa y de
su zapato. Un malvado brujo, que vivía en el interior de una
montaña, le decía a la hija del Rey que te preguntara en qué
estabas pensado y la respuesta era que en tus zapatos.
Juan:
Lo mismo puede ser esto que otra cosa. Tal vez sea precisamente lo
que has soñado. Sea como fuere, nos despediremos, pues si yerro no
nos volveremos a ver.
Narrador:
Se abrazaron, y Juan se encaminó al palacio. Ya en él…
Princesa:
Buenos días. ¿Estás dispuesto para la prueba?
Juan:
Sí, princesa. Podéis formularla.
Princesa:
Bien. ¡Veremos de qué eres capaz! ¿En qué estoy pensando?
Juan:
En sus zapatos.
Princesa:
¡Oh, has acertado!
Rey:
¡Bravo, joven, bravo! ¡Jejeje, es el primero que acierta! ¡Vamos,
mis cortesanos, aplaudan, aplaudan; muestren su alegría como yo! (6)
Narrador:
La segunda prueba también la superó Juan gracias a su compañero
cuando acertó al responder al segundo enigma de la princesa …:
Princesa:
Bien. ¿En qué estoy pensando?
Juan:
¡Guantes!
Narrador:
Ya sólo faltaba que Juan adivinase la tercera vez; si lo conseguía,
se casaría con la bella muchacha, y a la muerte del anciano Rey
heredaría el trono; pero si fallaba, perdería la vida, y el brujo
se comería sus hermosos ojos azules.
Aquella
noche, en la sala de la montaña…
Princesa:
Juan lo ha acertado por segunda vez; no podemos permitir que lo haga
una tercera vez. Me vería obligada a casarme con él y no podré
volver nunca más a la montaña.
Hechicero:
¡No lo adivinará! Pensaré algo que jamás pueda ocurrírsele, a
menos que sea un encantador más grande que yo. Esta noche te
acompañaré de regreso al palacio. Entonces te diré en voz baja en
qué debes pensar. Creo que en esta sala alguien puede estar
escuchando lo que no debe.
Narrador:
Ya de regreso, volaban a través de una terrible tormenta…
Hechicero:
¡Nunca una tormenta me azotó de un modo tan doloroso!
Princesa:
Dime, ¿en qué debo pensar?
Hechicero:
Aquí estamos seguro, nadie puede oírnos. Piensa en mi cabeza.
Narrador:
Cuando el brujo dejó a la princesa y se disponía a regresar a la
montaña, el misterioso compañero de Juan, agarrándolo por la
luenga barba, de un sablazo, le separó la horrible cabeza de los
hombros, sin que el mago lograse verlo. Luego arrojó el cuerpo al
lago para que fuera devorado por los peces. Después envolvió la
cabeza en un paño y, una vez que llegó a la posada, se acostó.
A
la mañana siguiente entregó el envoltorio a Juan, diciéndole que
no lo abriese hasta que la princesa le preguntase en qué había
pensado.
Princesa:
¿En qué he pensado, Juan?
Narrador:
Por toda contestación, éste desató el paño, y todos quedaron
horrorizados al ver la fea cabeza del hechicero.
Rey:
¡Guardad, silencio!
Princesa:
Has acertado de nuevo. Esta noche se celebrará la boda.
Rey:¡Eso
está bien! ¡Así se hacen las cosas! ¡Ahora, sí! ¡Vamos, mis
cortesanos, aplaudan, aplaudan!
Narrador:
Sin embargo, la princesa seguía aún embrujada y no podía sufrir a
Juan. El compañero de viaje dio a Juan tres plumas de las alas del
cisne y una botellita que contenía unas gotas, diciéndole cómo
debía proceder…:
Compañero:
Coloca junto a la cama un gran barril lleno de agua, échale las
plumas blanca y las gotas. Empuja a la princesa para que caiga en el
agua y sumérgela tres veces. No te olvides, ¡sumérgela tres veces!
Con esto quedará desencantada y se enamorará de ti.
Juan:
Así lo haré, querido amigo. ¡Tres veces!
Narrador:
Juan lo hizo tal y como su compañero le había indicado. En la
primera, la princesa adquirió la figura de un enorme cisne negro de
ojos centelleantes; la segunda vez que la zambulló salió el cisne
blanco; nuevamente sumergió el ave en el agua, y en el mismo
instante quedó convertida en una hermosísima princesa. Era todavía
más bella que antes, y con lágrimas en los maravillosos ojos le dio
las gracias por haberla librado de su hechizo.
A
la mañana siguiente, el primero en llegar a palacio fue el compañero
de viaje, con un bastón en la mano y el hato a la espalda.
Compañero:
Debo partir, querido Juan.
JJuan:
Ven a mis brazos, querido amigo. Te ruego que no te marches, quédate
a mi lado pues a ti debo toda mi felicidad.
Compañero:
No, mi hora ha sonado. No hice sino pagar mi deuda. ¿Te acuerdas de
aquel muerto con quien quisieron cebarse aquellos malvados? Diste
cuanto tenías para que pudiese descansar en paz en la tumba. Pues
aquel muerto soy yo.
Narrador:
Y en el mismo momento desapareció.
Juan
y la princesa se amaron entrañablemente, y el anciano Rey vivió
días felices, en los que pudo sentar a sus nietecitos sobre sus
rodillas y jugar con ellos con el cetro.