miércoles, 20 de julio de 2016

El compañero de viaje.


El compañero de viaje.
(Hans Christian Andersen, adaptado)

Primera Parte.
Narrador: Aquella noche fue la más dura para Juan, pues su padre se hallaba enfermo e iba a morir.
Padre: Has sido un buen hijo, Juan, y Dios te ayudará por los caminos del mundo. ¡Adiós, hijo, no me olvides!
Juan: ¡Padre, padre! ¡No te vayas, no me dejes solo!
Narrador: Nadie le quedaba en la Tierra, ni padre ni madre; era hijo único. Solo, estaba completamente solo.
Después de enterrar a su padre preparó su pequeña mochila y escondió en su cinturón toda su herencia: cincuenta florines en total; con ella se disponía a correr mundo. Aquella noche durmió en pleno campo a cubierto de un almiar y, al llegar la tarde del día siguiente, el cielo comenzó a encapotarse. Pronto comenzaría a llover: Aceleró el paso para refugiarse en una pequeña iglesia situada en lo alto de una colina.
Juan: He tenido suerte, la puerta sólo está entornada. Me sentaré en un rincón, estoy muy cansado y necesito reposar.
Narrador: Antes de que pudiera darse cuenta, se quedó profundamente dormido. A medianoche lo despertó el ruido en el interior del templo. Dos hombres habían abierto un féretro en el que había un difunto que esperaba la hora de recibir sepultura. Juan, al verlos, no tuvo miedo y salió de entre las sombras.
Juan: ¿Qué estáis haciendo? No se debe molestar a los muertos. ¡Dejadlo descansar en paz!
Malvado 1: ¡Tonterías! ¡Nos engañó! Nos debía dinero y no pudo pagarlo; y ahora que ha muerto no cobraremos un céntimo. Por eso queremos vengarnos. Vamos a arrojarlo como a un perro ante la puerta de la iglesia.
Juan: Sólo tengo cincuenta florines. Es toda mi fortuna, pero os los daré de buena gana si me prometéis dejar en paz al pobre difunto. Yo me las arreglaré sin dinero. Estoy sano y fuerte, y nada me faltará.
Malvado 2: Bien. Si te avienes a pagar su deuda no le haremos nada, te lo prometemos. 
Juan: Tomad, los cincuenta florines.
Malvado 1: ¡Ya hemos cobrado con creces la deuda! ¡Vámonos! ¡Jajaja!
Malvado 2: ¡Sí, vámonos! Gracias a este idiota el difunto puede descansar en paz. ¡Jajaja!
Narrador: Juan colocó nuevamente el cadáver en el féretro y se alejó contento de aquel lugar.
Poco después, al salir del bosque resonó a su espalda una voz de hombre:
Compañero: ¡Hola, compañero! ¿Adónde vas?
Juan: Por esos mundos de Dios. No tengo padre ni madre y soy pobre, sólo me tengo a mi mismo.
Compañero: También yo voy a correr mundo. ¿Quieres que lo hagamos en compañía?
Juan: ¡De acuerdo!
Narrador: Al mediodía, se sentaron a la sombra de un árbol para descansar cuando pasó una anciana que llevaba un haz de leña sobre su espalda. De pronto, resbaló y cayó dando un grito de dolor.
Anciana: ¡Ah, ah, mi pierna, mi pierna! ¡Me he roto la pierna! ¡Mi pierna!
Juan: ¡Pobre mujer! No se apure, nosotros le ayudaremos, la llevaremos en brazos hasta su casa.
Compañero: No será necesario, con el ungüento que llevo en este frasco sanará y podrá llegar a casa.
Anciana: Dios te lo pague, buen hombre.
Narrador: No será necesario, señora, con esas tres retamas que lleva me sentiré pagado.
Anciana: ¡Mucho pides...! Pero tuyas serán si es verdad el poder sanador de tu bálsamo.
Compañero: Un poco de mi ungüento sobre la pierna y sanará. Ya está. Levántese.
Anciana: ¡Oh, ya puedo andar y mejor que antes! ¡Dios te bendiga, buen hombre, Dios te bendiga! Ahí te dejo las retamas. ¡Adiós! ¡Adiós!
Juan: ¿Para qué quieres las varas?
Compañero: Son tres bonitas escobas. Me gustan, qué quieres que te diga; yo soy así de extraño. ¡Vámonos, sigamos nuestro camino!
Narrador: Llegaron al siguiente pueblo y se detuvieron en una posada muy animada porque un titiritero estaba actuando con su compañía. Entre el público se hallaba un carnicero acompañado de su perro de presa. De repente, el animal se abalanzó sobre una de las marionetas y la destrozó.
Titiritero: ¡Oh, qué horror, qué ruina! ¡Mis marionetas, mi reina despedaza! ¡Tendré que suspender mis actuaciones! ¡Era la marioneta más divertida!
Compañero: Tranquilízate, titiritero, con este ungüento quedará como nueva y las tres restantes marionetas también.
Titiritero: ¿¡Oh, señor, cómo os lo podría agradecer!?
Compañero: Nada más fácil. Sólo tienes que darme el sable que llevas a la cintura.
Narrador: En cuanto untó a las marionetas con el ungüento, comenzaron a bailar animadamente. Las muchachas de entre el público comenzaron a bailar también. ¡Todo el mundo acabó bailando!
A la mañana siguiente, cuando Juan y su compañero abandonaron el pueblo, vieron como un cisne descendía hasta que al fin cayó inerte ante sus pies.
El compañero de viaje de Juan cortó las alas con el sable.
Juan: ¡Qué alas tan hermosas!
Compañero: Y no sabes lo valiosas que son. Me las llevaré. ¡Qué bien hice al adquirir este sable!
Narrador: Caminaron millas y millas hasta que llegaron a la gran ciudad donde se encontraba el palacio del Rey.
Ya en la posada, la dueña les contó...:
Posadera: El Rey es una excelente persona, incapaz de causar mal a nadie; pero, en cambio, su hija, ¡ay, Dios nos guarde!, es una princesa perversa. Belleza no le falta, ninguna podía compararse con ella; pero, ¿y de qué le sirve? Es una bruja, culpable de la muerte de numerosos pretendientes, sean príncipes o no. Todo el mundo puede presentarse para pedir su mano, pero tienen que adivinar tres cosas que ella haya pensado. El que las acierte se convertirá en marido y futuro rey, pero el que fracasa con las tres respuestas, es ahorcado o decapitado al primer fallo.
Juan: ¿No has dicho que el Rey es una buena persona?
Compañero: Continúa, por favor.
Posadera: El Rey, su padre, es muy anciano y no sabe cómo impedir las maldades de su hija. Está tan amargado por tanta tristeza y miseria, que pasa los días de rodillas, junto con sus soldados, rogando por la conversión de la princesa; pero nada consigue.
Juan: ¡Qué horrible princesa! Una buena azotaina, he aquí lo que necesita. Si yo fuese el Rey, pronto cambiaría.
Narrador: De pronto se oyó un gran griterío en la carretera. Pasaba la princesa. Era realmente tan hermosa, que todo el mundo se olvidaba de su maldad y se ponía a vitorearla.
Al verla, Juan en el acto quedó enamorado de ella. Era imposible, pensó, que fuese una bruja, capaz de mandar ahorcar o decapitar a los que no adivinaban sus acertijos.
Juan: Todos están facultados para solicitarla, incluso el más pobre de los mendigos; iré, pues, al palacio; no tengo más remedio.
Narrador: A la mañana siguiente, Juan, se presentó en el palacio del Rey…
Juan: Majestad, vengo a pediros la mano de vuestra hija.
Rey: No lo intentes, joven, acabarás malamente, como los demás. Es una locura que procures adivinar los malditos acertijos.
Juan: Estoy decidido firmemente, señor.
Rey: Ven, acompáñame al jardín y verás lo que te espera. ¡Ya lo ves! !Mira qué macabro panorama! Te espera la misma suerte que a todos ésos: la muerte. Mejor es que renuncies. Me harías sufrir mucho, pues no puedo soportar estos horrores.
Narrador: Pero nada obtuvo el Rey. Debía presentarse en palacio a la mañana siguiente y si acertaba la primera adivinanza tendría que volver otras dos veces.

Segunda Parte.
Narrador: Al anochecer, en la posada, el amigo de Juan preparó un buen ponche.
Compañero: Vamos a alegrarnos y a brindar por la salud de la princesa.
Juan: Sí, brindemos por ella.
Compañero: Y por tu suerte. Bebe, bebe, Juan y descansa.
Narrador: Una vez que Juan quedó sumido en un profundo sueño, su compañero cogió las grandes alas que había cortado al cisne y se las sujetó a la espalda. Cogió las varas recibidas de la vieja de la pierna rota, abrió la ventana, y, echando a volar por encima de la ciudad, se dirigió al palacio. Allí se posó en un rincón, bajo la ventana del aposento de la princesa.
Dieron las doce en el reloj, se abrió la ventana, y la princesa salió volando, envuelta en un largo manto blanco y con alas negras, alejándose en dirección a una alta montaña. El compañero de Juan se hizo invisible, para que la doncella no pudiese notar su presencia, y se lanzó en su persecución. Cuando la alcanzó, se puso a azotarla con su vara, con tanta fuerza que la sangre fluía de su piel. A cada azote la princesa exclamaba:
Princesa: ¡Qué manera de granizar!
Narrador: Finalmente, llegó a la montaña y la hija del Rey, seguida de modo invisible por el amigo de Juan, entró en una espaciosa sala, toda ella construida de plata y oro. ¡Qué espanto! En el centro del piso había un trono, soportado por cuatro esqueletos de caballo. Ocupaba el trono un viejo hechicero que invitó a la princesa a sentarse a su lado, mientras daba la orden para que empezase la música:
Hechicero: ¡Que suene la música y comience el baile!
Narrador: Jamás se ha visto tal concierto. Pequeños trasgos negros con fuegos fatuos en la gorra danzaban por la sala. Los cortesanos no eran sino palos de escoba rematados por cabezas de repollo, a las que el brujo había infundido vida y recubierto con vestidos bordados.
Terminado el baile, la princesa contó al hechicero que se había presentado un nuevo pretendiente.
Princesa: ¿Qué enigma debo plantearle cuando mañana se presente en palacio?
Hechicero: Te diré... Yo elegiría algo que sea tan fácil que ni siquiera se le ocurra pensar en ello. Piensa... en tus zapatos; no lo adivinará. Entonces lo mandarás decapitar, y cuando vuelvas mañana por la noche, no te olvides de traerme sus ojos, pues me los quiero comer.
Narrador: A la mañana siguiente, en la posada…
Compañero: Sabes, Juan, he tenido un extraño sueño acerca de la princesa y de su zapato. Un malvado brujo, que vivía en el interior de una montaña, le decía a la hija del Rey que te preguntara en qué estabas pensado y la respuesta era que en tus zapatos.
Juan: Lo mismo puede ser esto que otra cosa. Tal vez sea precisamente lo que has soñado. Sea como fuere, nos despediremos, pues si yerro no nos volveremos a ver.
Narrador: Se abrazaron, y Juan se encaminó al palacio. Ya en él…
Princesa: Buenos días. ¿Estás dispuesto para la prueba?
Juan: Sí, princesa. Podéis formularla.
Princesa: Bien. ¡Veremos de qué eres capaz! ¿En qué estoy pensando?
Juan: En sus zapatos.
Princesa: ¡Oh, has acertado!
Rey: ¡Bravo, joven, bravo! ¡Jejeje, es el primero que acierta! ¡Vamos, mis cortesanos, aplaudan, aplaudan; muestren su alegría como yo! (6)
Narrador: La segunda prueba también la superó Juan gracias a su compañero cuando acertó al responder al segundo enigma de la princesa …:
Princesa: Bien. ¿En qué estoy pensando?
Juan: ¡Guantes!
Narrador: Ya sólo faltaba que Juan adivinase la tercera vez; si lo conseguía, se casaría con la bella muchacha, y a la muerte del anciano Rey heredaría el trono; pero si fallaba, perdería la vida, y el brujo se comería sus hermosos ojos azules.
Aquella noche, en la sala de la montaña…
Princesa: Juan lo ha acertado por segunda vez; no podemos permitir que lo haga una tercera vez. Me vería obligada a casarme con él y no podré volver nunca más a la montaña.
Hechicero: ¡No lo adivinará! Pensaré algo que jamás pueda ocurrírsele, a menos que sea un encantador más grande que yo. Esta noche te acompañaré de regreso al palacio. Entonces te diré en voz baja en qué debes pensar. Creo que en esta sala alguien puede estar escuchando lo que no debe.
Narrador: Ya de regreso, volaban a través de una terrible tormenta…
Hechicero: ¡Nunca una tormenta me azotó de un modo tan doloroso!
Princesa: Dime, ¿en qué debo pensar?
Hechicero: Aquí estamos seguro, nadie puede oírnos. Piensa en mi cabeza.
Narrador: Cuando el brujo dejó a la princesa y se disponía a regresar a la montaña, el misterioso compañero de Juan, agarrándolo por la luenga barba, de un sablazo, le separó la horrible cabeza de los hombros, sin que el mago lograse verlo. Luego arrojó el cuerpo al lago para que fuera devorado por los peces. Después envolvió la cabeza en un paño y, una vez que llegó a la posada, se acostó.
A la mañana siguiente entregó el envoltorio a Juan, diciéndole que no lo abriese hasta que la princesa le preguntase en qué había pensado.
Princesa: ¿En qué he pensado, Juan?
Narrador: Por toda contestación, éste desató el paño, y todos quedaron horrorizados al ver la fea cabeza del hechicero.
Rey: ¡Guardad, silencio!
Princesa: Has acertado de nuevo. Esta noche se celebrará la boda.
Rey:¡Eso está bien! ¡Así se hacen las cosas! ¡Ahora, sí! ¡Vamos, mis cortesanos, aplaudan, aplaudan!
Narrador: Sin embargo, la princesa seguía aún embrujada y no podía sufrir a Juan. El compañero de viaje dio a Juan tres plumas de las alas del cisne y una botellita que contenía unas gotas, diciéndole cómo debía proceder…:
Compañero: Coloca junto a la cama un gran barril lleno de agua, échale las plumas blanca y las gotas. Empuja a la princesa para que caiga en el agua y sumérgela tres veces. No te olvides, ¡sumérgela tres veces! Con esto quedará desencantada y se enamorará de ti.
Juan: Así lo haré, querido amigo. ¡Tres veces!
Narrador: Juan lo hizo tal y como su compañero le había indicado. En la primera, la princesa adquirió la figura de un enorme cisne negro de ojos centelleantes; la segunda vez que la zambulló salió el cisne blanco; nuevamente sumergió el ave en el agua, y en el mismo instante quedó convertida en una hermosísima princesa. Era todavía más bella que antes, y con lágrimas en los maravillosos ojos le dio las gracias por haberla librado de su hechizo.
A la mañana siguiente, el primero en llegar a palacio fue el compañero de viaje, con un bastón en la mano y el hato a la espalda.
Compañero: Debo partir, querido Juan.
JJuan: Ven a mis brazos, querido amigo. Te ruego que no te marches, quédate a mi lado pues a ti debo toda mi felicidad.
Compañero: No, mi hora ha sonado. No hice sino pagar mi deuda. ¿Te acuerdas de aquel muerto con quien quisieron cebarse aquellos malvados? Diste cuanto tenías para que pudiese descansar en paz en la tumba. Pues aquel muerto soy yo.
Narrador: Y en el mismo momento desapareció.
Juan y la princesa se amaron entrañablemente, y el anciano Rey vivió días felices, en los que pudo sentar a sus nietecitos sobre sus rodillas y jugar con ellos con el cetro.



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