El
compañero de viaje.
(Hans
Christian Andersen, adaptado)
Primera
Parte.
Narrador:
Aquella noche fue la más dura para Juan, pues su padre se hallaba
enfermo e iba a morir.
Padre:
Has sido un buen hijo, Juan, y Dios te ayudará por los caminos del
mundo. ¡Adiós, hijo, no me olvides!
Juan:
¡Padre, padre! ¡No te vayas, no me dejes solo!
Narrador: Nadie le quedaba en la Tierra, ni padre ni madre; era hijo único.
Solo, estaba completamente solo.
Después
de enterrar a su padre preparó su pequeña mochila y escondió en su
cinturón toda su herencia: cincuenta florines en total; con ella se
disponía a correr mundo. Aquella noche durmió en pleno campo a
cubierto de un almiar y, al llegar la tarde del día siguiente, el
cielo comenzó a encapotarse. Pronto comenzaría a llover: Aceleró
el paso para refugiarse en una pequeña iglesia situada en lo alto de
una colina.
Juan:
He tenido suerte, la puerta sólo está entornada. Me sentaré en un
rincón, estoy muy cansado y necesito reposar.
Narrador:
Antes de que pudiera darse cuenta, se quedó profundamente dormido. A
medianoche lo despertó el ruido en el interior del templo. Dos
hombres habían abierto un féretro en el que había un difunto que
esperaba la hora de recibir sepultura. Juan, al verlos, no tuvo miedo
y salió de entre las sombras.
Juan:
¿Qué estáis haciendo? No se debe molestar a los muertos. ¡Dejadlo
descansar en paz!
Malvado
1: ¡Tonterías! ¡Nos engañó! Nos debía dinero y no pudo pagarlo;
y ahora que ha muerto no cobraremos un céntimo. Por eso queremos
vengarnos. Vamos a arrojarlo como a un perro ante la puerta de la
iglesia.
Juan:
Sólo tengo cincuenta florines. Es toda mi fortuna, pero os los daré
de buena gana si me prometéis dejar en paz al pobre difunto. Yo me
las arreglaré sin dinero. Estoy sano y fuerte, y nada me faltará.
Malvado
2: Bien. Si te avienes a pagar su deuda no le haremos nada, te lo
prometemos.
Juan:
Tomad, los cincuenta florines.
Malvado
1: ¡Ya hemos cobrado con creces la deuda! ¡Vámonos! ¡Jajaja!
Malvado
2: ¡Sí, vámonos! Gracias a este idiota el difunto puede descansar
en paz. ¡Jajaja!
Narrador:
Juan colocó nuevamente el cadáver en el féretro y se alejó
contento de aquel lugar.
Poco
después, al salir del bosque resonó a su espalda una voz de
hombre:
Compañero:
¡Hola, compañero! ¿Adónde vas?
Juan:
Por esos mundos de Dios. No tengo padre ni madre y soy pobre, sólo
me tengo a mi mismo.
Compañero:
También yo voy a correr mundo. ¿Quieres que lo hagamos en compañía?
Juan:
¡De acuerdo!
Narrador:
Al mediodía, se sentaron a la sombra de un árbol para descansar
cuando pasó una anciana que llevaba un haz de leña sobre su
espalda. De pronto, resbaló y cayó dando un grito de dolor.
Anciana:
¡Ah, ah, mi pierna, mi pierna! ¡Me he roto la pierna! ¡Mi pierna!
Juan:
¡Pobre mujer! No se apure, nosotros le ayudaremos, la llevaremos en
brazos hasta su casa.
Compañero:
No será necesario, con el ungüento que llevo en este frasco sanará
y podrá llegar a casa.
Anciana:
Dios te lo pague, buen hombre.
Narrador:
No será necesario, señora, con esas tres retamas que lleva me
sentiré pagado.
Anciana:
¡Mucho pides...! Pero tuyas serán si es verdad el poder sanador
de tu bálsamo.
Compañero:
Un poco de mi ungüento sobre la pierna y sanará. Ya está.
Levántese.
Anciana:
¡Oh, ya puedo andar y mejor que antes! ¡Dios te bendiga, buen
hombre, Dios te bendiga! Ahí te dejo las retamas. ¡Adiós! ¡Adiós!
Juan:
¿Para qué quieres las varas?
Compañero:
Son tres bonitas escobas. Me gustan, qué quieres que te diga; yo soy
así de extraño. ¡Vámonos, sigamos nuestro camino!
Narrador:
Llegaron al siguiente pueblo y se detuvieron en una posada muy
animada porque un titiritero estaba actuando con su compañía.
Entre el público se hallaba un carnicero acompañado de su perro de
presa. De repente, el animal se abalanzó sobre una de las marionetas
y la destrozó.
Titiritero:
¡Oh, qué horror, qué ruina! ¡Mis marionetas, mi reina despedaza!
¡Tendré que suspender mis actuaciones! ¡Era la marioneta más
divertida!
Compañero:
Tranquilízate, titiritero, con este ungüento quedará como nueva y
las tres restantes marionetas también.
Titiritero:
¿¡Oh, señor, cómo os lo podría agradecer!?
Compañero:
Nada más fácil. Sólo tienes que darme el sable que llevas a la
cintura.
Narrador:
En cuanto untó a las marionetas con el ungüento, comenzaron a
bailar animadamente. Las muchachas de entre el público comenzaron a
bailar también. ¡Todo el mundo acabó bailando!
A
la mañana siguiente, cuando Juan y su compañero abandonaron el
pueblo, vieron como un cisne descendía hasta que al fin cayó inerte
ante sus pies.
El
compañero de viaje de Juan cortó las alas con el sable.
Juan:
¡Qué alas tan hermosas!
Compañero:
Y no sabes lo valiosas que son. Me las llevaré. ¡Qué bien hice al
adquirir este sable!
Narrador:
Caminaron millas y millas hasta que llegaron a la gran ciudad donde
se encontraba el palacio del Rey.
Ya
en la posada, la dueña les contó...:
Posadera:
El Rey es una excelente persona, incapaz de causar mal a nadie; pero,
en cambio, su hija, ¡ay, Dios nos guarde!, es una princesa perversa.
Belleza no le falta, ninguna podía compararse con ella; pero, ¿y de
qué le sirve? Es una bruja, culpable de la muerte de numerosos
pretendientes, sean príncipes o no. Todo el mundo puede presentarse
para pedir su mano, pero tienen que adivinar tres cosas que ella haya
pensado. El que las acierte se convertirá en marido y futuro rey,
pero el que fracasa con las tres respuestas, es ahorcado o decapitado
al primer fallo.
Juan:
¿No has dicho que el Rey es una buena persona?
Compañero:
Continúa, por favor.
Posadera:
El Rey, su padre, es muy anciano y no sabe cómo impedir las maldades
de su hija. Está tan amargado por tanta tristeza y miseria, que pasa
los días de rodillas, junto con sus soldados, rogando por la
conversión de la princesa; pero nada consigue.
Juan:
¡Qué horrible princesa! Una buena azotaina, he aquí lo que
necesita. Si yo fuese el Rey, pronto cambiaría.
Narrador:
De pronto se oyó un gran griterío en la carretera. Pasaba la
princesa. Era realmente tan hermosa, que todo el mundo se olvidaba de
su maldad y se ponía a vitorearla.
Al
verla, Juan en el acto quedó enamorado de ella. Era imposible,
pensó, que fuese una bruja, capaz de mandar ahorcar o decapitar a
los que no adivinaban sus acertijos.
Juan:
Todos están facultados para solicitarla, incluso el más pobre de
los mendigos; iré, pues, al palacio; no tengo más remedio.
Narrador:
A la mañana siguiente, Juan, se presentó en el palacio del Rey…
Juan:
Majestad, vengo a pediros la mano de vuestra hija.
Rey:
No lo intentes, joven, acabarás malamente, como los demás. Es una
locura que procures adivinar los malditos acertijos.
Juan:
Estoy decidido firmemente, señor.
Rey:
Ven, acompáñame al jardín y verás lo que te espera. ¡Ya lo ves!
!Mira qué macabro panorama! Te espera la misma suerte que a todos
ésos: la muerte. Mejor es que renuncies. Me harías sufrir mucho,
pues no puedo soportar estos horrores.
Narrador:
Pero nada obtuvo el Rey. Debía presentarse en palacio a la mañana
siguiente y si acertaba la primera adivinanza tendría que volver
otras dos veces.
Segunda
Parte.
Narrador:
Al
anochecer, en la posada, el amigo de Juan preparó un buen ponche.
Compañero:
Vamos a alegrarnos y a brindar por la salud de la princesa.
Juan:
Sí, brindemos por ella.
Compañero:
Y por tu suerte. Bebe, bebe, Juan y descansa.
Narrador:
Una vez que Juan quedó sumido en un profundo sueño, su compañero
cogió las grandes alas que había cortado al cisne y se las sujetó
a la espalda. Cogió las varas recibidas de la vieja de la pierna
rota, abrió la ventana, y, echando a volar por encima de la ciudad,
se dirigió al palacio. Allí se posó en un rincón, bajo la
ventana del aposento de la princesa.
Dieron
las doce en el reloj, se abrió la ventana, y la princesa salió
volando, envuelta en un largo manto blanco y con alas negras,
alejándose en dirección a una alta montaña. El compañero de Juan
se hizo invisible, para que la doncella no pudiese notar su
presencia, y se lanzó en su persecución. Cuando la alcanzó, se
puso a azotarla con su vara, con tanta fuerza que la sangre fluía de
su piel. A cada azote la princesa exclamaba:
Princesa:
¡Qué manera de granizar!
Narrador:
Finalmente, llegó a la montaña y la hija del Rey, seguida de modo
invisible por el amigo de Juan, entró en una espaciosa sala, toda
ella construida de plata y oro. ¡Qué espanto! En el centro del piso
había un trono, soportado por cuatro esqueletos de caballo. Ocupaba
el trono un viejo hechicero que invitó a la princesa a sentarse a su
lado, mientras daba la orden para que empezase la música:
Hechicero:
¡Que suene la música y comience el baile!
Narrador:
Jamás se ha visto tal concierto. Pequeños trasgos negros con fuegos
fatuos en la gorra danzaban por la sala. Los cortesanos no eran sino
palos de escoba rematados por cabezas de repollo, a las que el brujo
había infundido vida y recubierto con vestidos bordados.
Terminado
el baile, la princesa contó al hechicero que se había presentado un
nuevo pretendiente.
Princesa:
¿Qué enigma debo plantearle cuando mañana se presente en palacio?
Hechicero:
Te diré... Yo elegiría algo que sea tan fácil que ni siquiera se
le ocurra pensar en ello. Piensa... en tus zapatos; no lo adivinará.
Entonces lo mandarás decapitar, y cuando vuelvas mañana por la
noche, no te olvides de traerme sus ojos, pues me los quiero comer.
Narrador: A la mañana siguiente, en la posada…
Compañero:
Sabes, Juan, he tenido un extraño sueño acerca de la princesa y de
su zapato. Un malvado brujo, que vivía en el interior de una
montaña, le decía a la hija del Rey que te preguntara en qué
estabas pensado y la respuesta era que en tus zapatos.
Juan:
Lo mismo puede ser esto que otra cosa. Tal vez sea precisamente lo
que has soñado. Sea como fuere, nos despediremos, pues si yerro no
nos volveremos a ver.
Narrador:
Se abrazaron, y Juan se encaminó al palacio. Ya en él…
Princesa:
Buenos días. ¿Estás dispuesto para la prueba?
Juan:
Sí, princesa. Podéis formularla.
Princesa:
Bien. ¡Veremos de qué eres capaz! ¿En qué estoy pensando?
Juan:
En sus zapatos.
Princesa:
¡Oh, has acertado!
Rey:
¡Bravo, joven, bravo! ¡Jejeje, es el primero que acierta! ¡Vamos,
mis cortesanos, aplaudan, aplaudan; muestren su alegría como yo! (6)
Narrador:
La segunda prueba también la superó Juan gracias a su compañero
cuando acertó al responder al segundo enigma de la princesa …:
Princesa:
Bien. ¿En qué estoy pensando?
Juan:
¡Guantes!
Narrador:
Ya sólo faltaba que Juan adivinase la tercera vez; si lo conseguía,
se casaría con la bella muchacha, y a la muerte del anciano Rey
heredaría el trono; pero si fallaba, perdería la vida, y el brujo
se comería sus hermosos ojos azules.
Aquella
noche, en la sala de la montaña…
Princesa:
Juan lo ha acertado por segunda vez; no podemos permitir que lo haga
una tercera vez. Me vería obligada a casarme con él y no podré
volver nunca más a la montaña.
Hechicero:
¡No lo adivinará! Pensaré algo que jamás pueda ocurrírsele, a
menos que sea un encantador más grande que yo. Esta noche te
acompañaré de regreso al palacio. Entonces te diré en voz baja en
qué debes pensar. Creo que en esta sala alguien puede estar
escuchando lo que no debe.
Narrador:
Ya de regreso, volaban a través de una terrible tormenta…
Hechicero:
¡Nunca una tormenta me azotó de un modo tan doloroso!
Princesa:
Dime, ¿en qué debo pensar?
Hechicero:
Aquí estamos seguro, nadie puede oírnos. Piensa en mi cabeza.
Narrador:
Cuando el brujo dejó a la princesa y se disponía a regresar a la
montaña, el misterioso compañero de Juan, agarrándolo por la
luenga barba, de un sablazo, le separó la horrible cabeza de los
hombros, sin que el mago lograse verlo. Luego arrojó el cuerpo al
lago para que fuera devorado por los peces. Después envolvió la
cabeza en un paño y, una vez que llegó a la posada, se acostó.
A
la mañana siguiente entregó el envoltorio a Juan, diciéndole que
no lo abriese hasta que la princesa le preguntase en qué había
pensado.
Princesa:
¿En qué he pensado, Juan?
Narrador:
Por toda contestación, éste desató el paño, y todos quedaron
horrorizados al ver la fea cabeza del hechicero.
Rey:
¡Guardad, silencio!
Princesa:
Has acertado de nuevo. Esta noche se celebrará la boda.
Rey:¡Eso
está bien! ¡Así se hacen las cosas! ¡Ahora, sí! ¡Vamos, mis
cortesanos, aplaudan, aplaudan!
Narrador:
Sin embargo, la princesa seguía aún embrujada y no podía sufrir a
Juan. El compañero de viaje dio a Juan tres plumas de las alas del
cisne y una botellita que contenía unas gotas, diciéndole cómo
debía proceder…:
Compañero:
Coloca junto a la cama un gran barril lleno de agua, échale las
plumas blanca y las gotas. Empuja a la princesa para que caiga en el
agua y sumérgela tres veces. No te olvides, ¡sumérgela tres veces!
Con esto quedará desencantada y se enamorará de ti.
Juan:
Así lo haré, querido amigo. ¡Tres veces!
Narrador:
Juan lo hizo tal y como su compañero le había indicado. En la
primera, la princesa adquirió la figura de un enorme cisne negro de
ojos centelleantes; la segunda vez que la zambulló salió el cisne
blanco; nuevamente sumergió el ave en el agua, y en el mismo
instante quedó convertida en una hermosísima princesa. Era todavía
más bella que antes, y con lágrimas en los maravillosos ojos le dio
las gracias por haberla librado de su hechizo.
A
la mañana siguiente, el primero en llegar a palacio fue el compañero
de viaje, con un bastón en la mano y el hato a la espalda.
Compañero:
Debo partir, querido Juan.
JJuan:
Ven a mis brazos, querido amigo. Te ruego que no te marches, quédate
a mi lado pues a ti debo toda mi felicidad.
Compañero:
No, mi hora ha sonado. No hice sino pagar mi deuda. ¿Te acuerdas de
aquel muerto con quien quisieron cebarse aquellos malvados? Diste
cuanto tenías para que pudiese descansar en paz en la tumba. Pues
aquel muerto soy yo.
Narrador:
Y en el mismo momento desapareció.
Juan
y la princesa se amaron entrañablemente, y el anciano Rey vivió
días felices, en los que pudo sentar a sus nietecitos sobre sus
rodillas y jugar con ellos con el cetro.
El
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