domingo, 18 de diciembre de 2016

Miguelín, el valiente


Miguelín, el Valiente.
(Antonio Rodríguez Almodóvar. Adaptado)
Narrador: Había una vez un matrimonio que tenía tres hijos. El menor de ellos se llamaba Miguelín y, aunque pequeño, era muy listo y valiente. Un día, como sus padres eran muy pobres, les dijeron que ya no podían seguir manteniéndolos y que tenían que salir a buscarse la vida.
Anda que anda, llegaron a una casa enorme cuando la noche se tragaba la luz de la tarde. Llamaron a la puerta y salió a recibirlos una horrible giganta:
Giganta: ¿Qué andáis buscando por aquí?
Miguelín: Nada, señora. Nos hemos perdido y no sabemos donde pasar la noche.
Giganta: Está bien, muchachos, podéis quedaros aquí. Os daré algo de cenar y mañana seguiréis vuestro camino. Pasad.
Narrador: El gigante se alegro mucho al verlos. Como sólo tenían una cama, arrimó a sus tres hijas, que ya estaban dormidas, al lado de la ventana y ellos se acostaron al filo de la cama. Miguelín sospechaba de tanta amabilidad y permanecía despierto. Le oyó decir al gigante:
Gigante: En cuanto se duerman les corto el pescuezo y ya tenemos comida para mañana.
Narrador: Miguelín despertó a sus hermanos:
Miguelín: Vamos, despertad, no hagáis ruido. Pasemos a las tres hijas al filo de la cama y hagámonos los dormidos.
Narrador: Llegó de puntillas en la oscuridad el gigante con un cuchillo y, sin saber que eran ellas, mató a sus tres hijas. Al amanecer los tres hermanos escaparon por una ventana.
Corriendo, corriendo llegaron al castillo del rey. Éste nombró a Miguelín consejero para asuntos de gigantes y sus hermanos le tomaron más envidia. Un día le dijeron al rey:
Hermano: Majestad, ¿sabe usted que el gigante tiene el caballo más hermoso del mundo, y que Miguelín es capaz de traéroslo?
Rey: Lo quiero, lo quiero. Miguelín, tráelo.
Narrador: Miguelín se puso en camino y cuando llegó a casa del gigante se coló en la cuadra entrando por la gatera. Le amarró al caballo unos trozos de sacos en la pezuñas para que no hiciera ruido al andar, se montó en él y, tan campante, se lo llevó al rey. Los hermanos se morían de la envidia.
Otro día le dijeron a la reina:
Hermano: Majestad, ¿sabe usted que la giganta tiene el loro más parlanchín que se haya visto y oído, y que Miguelín es capaz de traéroslo?
Narrador: Allá que fue otra vez Miguelín a casa de la giganta. Se metió por la gatera, llegó hasta el dormitorio y cuando fue a echarle mano al loro, éste empezó a gritar:
Loro: ¡Giganta, que me roban! ¡Giganta, que me roban!
Giganta: ¡Qué dices, mamarracho! ¡Si aquí no hay nadie...! ¡Toma para que no me despiertes más en una temporada!
Narrador: Y le dio un manotazo al loro que lo dejó listo. La giganta se volvió a dormir y pudo llevarse al loro como si tal cosa.
La reina quedó contentísima con su loro, pero la envidia crecía y crecía en los corazones de los hermanos. Otro día le dijeron a la hija del rey:
Hermano: Majestad, ¿sabe usted que en la cama de los gigantes está la manta más bonita del mundo, y que Miguelín dice que le gustaría traérosla para regalo de boda?
Narrador: Y Miguelín tuvo que volver por tercera vez a la casa de los gigantes. Se escondió debajo de la cama y comenzó a tirar de la manta:
Gigante: Giganta, deja de tirar de la manta o te doy un sopapo.
Giganta: ¡No soy yo quien tira, eres tú como siempre!
Gigante: ¿Yo...? !Ahora verás!
Narrador: Y comenzaron a perseguirse por la casa el uno al otro sin dejar de darse guantazos. Miguelín aprovechó la confusión para coger la manta y salir corriendo.
Cuando la princesa vio aquella manta tan preciosa se quedó enamoradita de Miguelín. El rey y la reina consintieron la boda, que fue muy sonada. Y Miguelín lo primero que hizo fue mandar a sus hermanos a casa de sus padres, cargados de regalos, para quitárselos de encima. Y colorín, colorado, este gigantesco cuento se ha acabado.



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jueves, 8 de diciembre de 2016

La princesa rana

La princesa rana.
(Afanasiev. Adaptado)
Narrador: Érase una vez cierto reino en el que vivía un zar que tenía tres hijos. Cuando se hicieron mayores, el zar los reunió y les dijo:
Rey: Mis queridos hijos, quisiera casaros antes de hacerme viejo, deseo tener nietos y entretenerme con ellos. Tomad cada uno una flecha, salid al campo y disparadla. Allí donde caiga vuestra flecha, allí tendréis que buscar esposa.
Narrador: Las flechas de los dos hermanos mayores mayores fueron recogidas por las hijas de un noble y un rico mercader. La flecha del hermano menor, el príncipe Iván, llegó a un pantano. Había allí una rana, que saltaba de piedra en piedra y sostenía la flecha entre sus patas.
Iván: Rana, ranita, dame mi flecha.
Rana: Cásate conmigo.
Iván: ¿Qué dices? ¿Acaso puedo yo casarme con una rana?
Rana: Cásate conmigo, esa es tu suerte.
Narrador: Hubo tres bodas en el palacio del zar: la del hijo mayor con la hija de un noble, la del mediano con la hija del mercader y la de Iván con la rana. Un buen día, el zar hizo llamar a sus hijos y les dijo:
Rey: Quisiera saber cuál de vuestras mujeres tiene mejores manos para la
costura. Decidles que, para mañana, deben hacerme una camisa cada una.
Narrador: Cuando la rana supo los deseos del rey, por la noche, se desprendió de su piel, se convirtió en Vasilisa la Sabia, batió las palmas y dijo:
Vasilisa: ¡Madrecitas, ayas mías, acudid sin dilación! Haced, para mañana por la mañana, una camisa como la de mi padre.
Narrador: A la mañana siguiente los hermanos llevaron a su padre las tres camisas. El rey al ver la que le mostraba el príncipe Iván dijo:
Rey: ¡Oh, verdaderamente, ésta es la más hermosa! ¡Digna de ser lucida en una fiesta! Veamos cuál de vuestras mujeres es la mejor haciendo pan. Que cada una me cueza para mañana un pan blanco y tierno.
Narrador: A la mañana siguiente, el príncipe Iván se presentó con un pan
dorado, relleno de pasas y decorado con torres y palacios, mientras que los otros dos hermanos llevaron un pan quemado y negro como un tizón.
Rey: ¡Oh, este pan es para ser comido en los días de fiesta! Esta tarde quiero que acudáis con vuestras esposas a una fiesta que voy a celebrar.
Narrador: Iván regresó a sus aposentos con el corazón apesadumbrado.
Rana: Croac-croac, Iván Zarévich ¿Qué pena te acongoja? ¿Es que tu padre no ha sido cariñoso contigo?
Iván: Tengo una buena razón para atormentarme. Ha ordenado mi padre que vaya contigo a su fiesta. Dime, ¿puedo, acaso, mostrarte delante de la gente?
Rana: No te apenes Iván, ve solo a la fiesta, yo iré después y me reuniré allí contigo. Cuando oigas ruidos y truenos diles a los invitados: Es mi renacuajo que llega en su carruaje.
Narrador: Ya en la fiesta los hermanos, acompañados por sus engalanadas esposas, se burlaban de él.
H. mayor: ¿Por qué has venido sin tu mujer? Podrías haberla traído envuelta en el pañuelo. ¿Dónde has encontrado a esa beldad? ¡Seguro que tuviste que hurgar en fangosos pantanos y apestosos ríos para dar con ella!
Iván: No teman, queridos invitados, sólo es mi renacuajo que llega en su carruaje.
Narrador: Ante la puerta del palacio se detuvo una carroza de oro tirada por seis caballos blancos, y de ella descendió Vasilisa la Sabia vistiendo un traje azul cuajado de estrellas.
Después del baile, Vasilisa, sacudió la manga izquierda, y ante ella apareció un lago; sacudió la derecha, y por la superficie del lago se deslizaron unos cisnes de plumaje blanco como la nieve. El zar y sus invitados no cabían en sí del asombro.
Mientras tanto, Iván salió sin ser visto, corrió a sus aposentos, encontró la piel de la rana y la arrojó al fuego.
Cuando Vasilisa la Sabia vio que la piel había desaparecido, reprochó a su esposo con tristeza:
Vasilisa: ¡Ay, Iván! ¿Qué has hecho? Si hubieras esperado tres días más, habría sido tuya para siempre. Ahora tendremos que separarnos. Búscame más allá de los veintinueve países, en el trigésimo reino, en los dominios de Koschéi el Inmortal, esqueleto sin carne, cuerpo sin alma.
Narrador: Vasilisa la Sabia se transformó en un cuclillo gris y salió volando por la ventana. Iván se despidió de su tierra y salió en busca de su mujer.
Nadie supo cuánto anduvo, pero sus botas quedaron sin suelas y sus ropas se hicieron jirones. Un buen día se encontró con un viejo en mitad de un camino.
Viejo: ¡Buenos días joven! ¿A dónde vas, qué camino llevas?
Narrador: Iván le contó sus penas y el anciano le dijo:
Viejo: ¡Ay, Iván! ¿Por qué quemaste la piel de la rana? No se la habías
puesto tú, y no eras tú quien debía quitársela. Vasilisa la Sabia nació más lista, más inteligente que su padre. Enfadado por eso, él le ordenó que viviera tres años transformada en rana. En fin, quiero ayudarte. Toma este ovillo de hilo, déjalo rodar y síguelo adonde quiera que te lleve.
Narrador: Iván echó a andar en pos del ovillo y por el camino perdonó la vida a un oso, un ánade, una liebre a los que no mató con sus flechas.
Siguiendo el ovillo, llegó a la orilla del mar. Un sollo agonizaba boqueando sobre la arena.
Sollo: ¡Ay, Iván, compadécete de mí, échame al mar azul! ¡No me dejes morir y algún día te prestaré un buen servicio!
Narrador: Echó el sollo al mar y pasado cierto tiempo el ovillo llegó a un bosque. Había allí una casa. Iván entró y vio durmiendo a la bruja Yagá Pata de Palo, los dientes sobre un estante y la nariz clavada en el techo.
Yagá: ¿Qué vienes a hacer aquí? ¿Qué vientos te traen? ¿Vas en busca del destino o huyes de él sin tino?
Iván: ¿Es forma ésta de acoger a un forastero? Primero hay que ofrecerle un baño, darle de comer hasta saciar su hambre y darle de beber hasta apagar su sed. Luego, cuando haya descansado, se le puede interrogar, antes no.
Narrador: Ya satisfecho, Iván le contó a la bruja Yagá que iba en busca de su mujer, Vasilisa la Sabia.
Yagá: Ya estaba enterada. Tu mujer vive ahora en el palacio de Koschéi el Inmortal. Difícil te va a ser quitársela, vencer a Koschéi no es coser y cantar.
La muerte de Koschéi se encuentra en la punta de una aguja, la aguja está encerrada en un huevo, el huevo en el interior de un pato, el pato vive dentro de una liebre, la liebre está encerrada en un cofre de piedra, y el cofre se halla en la copa de un alto roble del que cuida Koschéi como de las niñas de sus ojos.
Narrador: A la mañana siguiente reanudó el camino. Mucho anduvo pero por fin vio un alto roble en cuya copa descansaba el cofre de piedra.
De pronto apareció un oso que arrancó de cuajo el roble. El cofre cayó y se hizo añicos. Salió de él una liebre que echó a correr pero otra liebre le dio alcance. De la liebre muerta salió un pato que voló alto en el cielo. Pero un ánade se precipitó sobre él y le dio un terrible aletazo. El pato dejó caer un huevo, y el huevo se hundió en las profundidades del mar. ¿Cómo iba a encontrar el huevo en el fondo del mar? Pero, de pronto, un sollo nadó hacia la orilla, llevando en la boca el huevo. Iván cogió el huevo y con él fue en busca de Koschéi.
Al ver el huevo, Koschéi se echó a temblar. Entonces Iván cascó el huevo, sacó de dentro la aguja y le rompió la punta. Y éste fue el fin de Koschéi el Inmortal, esqueleto sin carne, cuerpo sin alma.
Vasilisa la Sabia salió corriendo al encuentro de su esposo y le besó en los labios.
Regresaron Iván y Vasilisa a su hogar, y en él vivieron felices y contentos hasta el fin de los tiempos.

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miércoles, 30 de noviembre de 2016

El zar Saltán



El zar Saltán.
(Alexander Pushkin. Adaptado)

Narrador: Érase una vez tres hermanas que hilaban sentadas junto a la ventana en una noche del más frío invierno... 
H. mayor: Si yo fuera zarina prepararía sola un festín para el mundo entero. 
H. mediana: Si fuera yo zarina hilaría un tejido de oro tan hermoso y delicado que todo el mundo lo admiraría. 
H. menor: Si yo fuera zarina le daría a nuestro zar un hijo muy fuerte. Narrador: Un momento después el zar apareció en la cabaña de las tres hermanas.
Zar: ¡Os saludo! Debéis disculparme porque estabais cerca de la ventana y alcancé a escuchar lo que conversabais. ¿De verdad, quieres darle un hijo al zar?
H. menor: Sí, señor.
Zar: Tus deseos serán cumplidos. Serás mi zarina. Y vosotras, mis queridas palomas, os encargaréis de las cocinas y los telares de palacio.
 Narrador: El zar se casó el mismo día. En la cocina gruñía la cocinera, y lloraba la hilandera junto a su rueca, envidiosas ambas de su hermana la zarina. La zarina, fiel a su palabra, quedó encinta desde aquella misma noche. Por aquel tiempo hubo una guerra: el zar Saltán se puso al frente de sus tropas y se despidió de su esposa.
Nació el príncipe y la zarina envió un mensaje a su marido para comunicarle la buena nueva. Las celosas hermanas lo cambiaron por otro que decía que había traído al mundo un monstruo. El zar contestó que la zarina y el niño fueran respetados hasta su regreso, pero las malvadas hermanas lo cambiaron por otro en el que zar daba la orden de arrojar al mar a la madre y al niño. Así pues, metieron a la madre y al bebé en un tonel y los arrojaron al mar. Sin embargo, el príncipe crecía por horas hasta convertirse en un muchacho alto y fuerte.
Príncipe: ¡Ah, ola mía, tú que vas a donde quieres, quebrando las rocas y llevando las naves en tus ondas! ¡Ten piedad de nosotros y vuelve a dejarnos en tierra!
 Narrador: Las olas lo escucharon y depositaron el barril en la playa. Habían llegado a una isla desierta donde sólo había un roble solitario.
 Príncipe: Todo esto está muy bien, pero tendré que fabricar un arco para que podamos almorzar…
Narrador: De pronto, escuchó un grito de terror y un estruendo que agitaba las aguas: un cisne blanco era atacado por un feroz halcón. Éste fue abatido por un certero flechazo. El cisne le dijo:
Cisne: Salvaste mi vida dando muerte a un monstruo perverso. Que nada te preocupe de ahora en adelante porque cuidaré de ti y de tu madre. 
Narrador: El cisne inicio el vuelo. Descansaron y, al despertar, descubrieron con asombro cerca de allí una ciudad amurallada con cúpulas doradas. 
Príncipe: Madre, no dudo de que veremos aún mayores maravillas. Estoy seguro de que es obra de mi cisne. 
Narrador: Ya en la ciudad fueron recibidos por una inmensa multitud al repique de todas las campanas. El mismo día el príncipe fue reconocido como rey y tomó el nombre de Guidón.
Un día un barco mercante atracó en el puerto. Guidón recibió a los mercaderes y les preguntó:
 Príncipe: ¿Qué clase de mercancía lleváis, caballeros, y hacia dónde os dirigís ahora? 
Comerciante: Navegamos por el mundo entero y vendemos pieles de marta y de zorro; pero ahora vamos a Oriente al reino del zar Saltán. 
Príncipe: Os deseo una feliz travesía, y os ruego saludéis de parte mía al buen zar Saltán. 
Narrador: Los navegantes se hicieron a la mar seguidos por la mirada del príncipe, que se quedó muy triste.
Pero vio de pronto al blanco cisne que se acercaba por las olas.
 
Cisne: ¡Te saludo, buen príncipe! ¿Qué te ocurre? ¿Por qué estás tan triste? 
Príncipe: Estoy triste por no haber visto desde hace tanto tiempo a mi padre. 
Cisne: Pues me es fácil complacerte: te transformaré en seguida en mosquito, y así, volando, podrás seguir al navío. 
Narrador: Y así sucedió. Transformado en mosquito alcanzó la nave, llegaron al reino de Saltán y los comerciantes se presentaron ante el zar. Éste los interrogó pero las perversas hermanas estaban presentes: 
Zar: ¿Qué prodigios habéis visto en vuestros viajes? 
Comerciante: Hemos navegado por todos los mares, mi señor, pero lo más asombroso fue que en una isla desierta, donde lo único vivo era un roble, ahora hay una hermosa ciudad amurallada. La gobierna el príncipe Guidón, quien te saluda con respeto. 
Zar: Si viviera un poco más, me gustaría ver la isla y visitar a su príncipe Guidón. 
Narrador: Una de las hermanas, sospechando lo peor, dijo: 
H. mayor: ¡Vaya una cosa milagrosa! Conozco un bosque en el que crece un pino. Debajo de él hay una ardilla que canta y come nueces. Aquellas nueces tienen corteza de oro y el fruto de esmeralda. ¡Esto sí que puede decirse que es una maravilla!
Narrador: Guidón, después de picar a su tía la cocinera en el ojo, regresó a su reino. Ya allí, cuando el cisne conoció la invención de su malvada tía, lo llevó a un patio de su palacio donde vio el pino, la ardilla, las nueces de oro y las esmeraldas.
Príncipe: Gracias, mi fiel cisne.
Cisne: Sabes que cuidaré de ti y de tu madre. 
Narrador: Volvieron los comerciantes, contemplaron la maravilla hecha realidad, partieron hacia el reino de Saltán y Guidón, transformado en moscardón, les acompañó en el barco. En el palacio del zar relataron:
Zar: Y bien, ¿que maravillas han contemplado esta vez?
Comerciante: Hemos visto una cosa en verdad milagrosa: en el palacio del rey Guidón crece un enorme pino, bajo el cual se levanta un kiosco de cristal. En este kiosco vive una ardilla que, mientras canta, va rompiendo nueces. Pero las nueces no son como las otras: su cáscara es de oro puro y su fruto es una esmeralda; con las cáscaras se acuñan monedas y las muchachas recogen las esmeraldas y las ocultan en sus cofres. El príncipe Guidón, que te manda sus saludos.
 Zar: Si viviera un poco más, me gustaría ver la isla y visitar a su príncipe Guidón. 
H. mayor: ¡Vaya un milagro! Sé de una cosa mucho más sorprendente. En cierto lugar, cuando el mar se agita cubriendo la orilla de blanca espuma, salen de las olas treinta y tres héroes gigantes, capitaneados por Cernamor. ¡Esto sí que puede decirse que es una maravilla!
Narrador: El moscardón, silbó y zumbó y de pronto picó a su tía en el ojo izquierdo.
H. mayor: ¡Ahhhh! ¡Te cazaremos, maldito!
Narrador: Pero era tarde ya. Guidón salió volando por la ventana y regresó a su tierra.
Una vez más caminó por la playa y le contó al cisne las fabulaciones inventadas por su malvada tía cada vez que su padre, el zar, expresaba el deseo de visitar la isla.
Cisne: ¡Bueno, príncipe! No te preocupes. Si no es más que esto, es fácil arreglarlo. Conozco a estos jóvenes héroes: son mis hermanos, y haré que se presenten aquí.
Narrador: De pronto, el mar comenzó a hervir y los treinta y tres héroes marcharon hacia la playa guiados por el propio Cernamor.
Cernamor: La princesa-cisne nos envía para proteger tu ciudad. Cada día saldremos al mar para hacer la ronda en torno a los muros. Así es que pronto nos volveremos a ver. Y ahora, adiós, pues nos molesta el aire de la tierra. 
Narrador: Nuevamente los mercaderes anclaron en el puerto y el príncipe, transformado por el cisne en un zángano, partió con ellos. Cuando los comerciantes contaron la maravilla de los soldados que surgían del mar, la hermana mayor, interrumpió:
H. mayor: ¡Vaya una maravilla! ¿Qué tiene de particular que unos mancebos salgan del mar para vigilar una ciudad? Conozco una cosa… ¡pero ésa sí que es en verdad maravillosa! Al otro lado del mar existe una princesa de belleza tal que es imposible dejar de mirarla. En sus trenzas se oculta la luna y una estrella resplandece en su frente. ¡Éste sí es un verdadero milagro!
Narrador: El príncipe se indignó, zumbó en torno a ella y la picó en la nariz.
H. mayor: ¡A él! ¡a él! ¡Esta vez te cazaremos, maldito! 
Narrador: Pero el zángano voló por la ventana, atravesó tranquilamente el mar y regresó a su isla. El cisne lo encontró caminando por la playa y le preguntó por qué seguía tan triste:
Príncipe: Porque no tengo aquí a nadie que me acompañe. Me siento muy solo. En la corte de mi padre escuché hablar de una princesa tan hermosa que es imposible dejar de mirarla.  
Cisne: Esa princesa existe. No necesitas ir muy lejos: Yo soy la princesa que buscas.
Narrador: Un instante después Guidón tuvo ante sus ojos la princesa más hermosa que pudo haber imaginado.
Un día, Guidón y su esposa, la princesa-cisne, contemplaban las velas en el horizonte:
Príncipe: Mira, es mi padre el zar quien se aproxima.
Narrador: Efectivamente, era él. Hirvió el mar y salieron los soldados; la ardilla cantaba y partía nueces de oro con esmeraldas y todos con gran alegría entraron en el palacio del trono donde se celebró un gran banquete en honor al feliz reencuentro. Todos se sentaron a comer, todos..., excepto uno de los ministros del zar que dichoso se arrojó al suelo a jugar con el gato de palacio.

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domingo, 23 de octubre de 2016

El círculo del 99


EL CIRCULO DEL 99.
Había una vez un hombre que vivía en un gran castillo, lleno de habitaciones, grandes jardines y mucho lujo. Sin embargo, este hombre, como muchos otros, no se sentía feliz.
A pesar de ser cortesano del rey y tener mucha fortuna y gran prestigio sentía que le faltaba algo. Nunca estaba contento con lo que tenía.
En el castillo trabajaba un hombre que siempre estaba alegre; realizaba sus tareas con placer y en su rostro se dibujaba una eterna sonrisa.
Al encontrarse con él, el cortesano se preguntaba siempre cómo podía ser que un hombre así, tan pobre y con un trabajo tan humilde, se sintiera feliz.
Un buen día, comentó el asunto con uno de sus consejeros:

- No entiendo cómo este sirviente puede sentirse feliz. No lo he visto nunca enojado, en su cara siempre hay dibujada una sonrisa.
- Lo que sucede, mi señor, es que este hombre no ha ingresado en el "círculo del 99": es por esto que él es feliz", contestó el consejero.
- ¿Y qué es el "círculo del 99? -preguntó el cortesano muy extrañado.
- Se lo voy a demostrar -dijo el consejero.- Hoy a la noche, cuando el sirviente llegue a su casa, dejaremos en su puerta una bolsa con 99 monedas de oro. El resto lo comprobará usted por su cuenta.

Y así sucedió. Por la noche, cuando el sirviente se encontraba en su humilde casa, feliz, con su esposa y sus hijos, el cortesano y el consejero golpearon en la puerta del pobre hombre y dejaron en el suelo la bolsa con las 99 monedas. Rápidamente se escondieron detrás de un árbol y observaron todo lo que sucedía en la casa.
El hombre abrió la puerta, miró hacia un lado y hacia el otro, pero no vio a nadie. Sin embargo, encontró en el suelo una bolsa que parecía no tener dueño. La recogió del suelo y entró en su casa. Al ver el contenido, comenzó a llorar de alegría, ¡una bolsa con monedas de oro! ¡Qué bien le venía este regalo! A partir de ese momento no tendría más preocupaciones: sus hijos podrían vestir y comer como los ricos, y su mujer se compraría los más hermosos vestidos. Serían aún más felices.
Pero en ese momento decidió contar las monedas, para saber cuán grande era su fortuna. Y comenzó con la cuenta: una, dos, tres, ochenta, noventa, noventa y ocho, noventa y nueve...
El hombre se puso furioso, no podía creer lo que estaba pasando.

- ¡Me robaron una moneda! -comenzó a gritar-. ¡No hay justicia en este mundo! ¡Alguien se llevó mi moneda!

Y fue en ese instante cuando el hombre entró en el "círculo del 99".
La expresión de su cara cambió, la eterna sonrisa se transformó en una mueca bronca y de odio, y la sensación de felicidad desapareció para siempre.
En el trabajo, el pobre hombre ya no sonreía ni era amable con la gente, hasta con el cortesano se mostraba hostil.
Un buen día, el cortesano le preguntó qué le ocurría, ¿por qué andaba siempre con esa expresión tan triste en su cara?

- Y qué crees tú, ¿que debo andar siempre contento? -dijo casi gruñendo-. Yo no soy tu bufón. Hago mi trabajo, y por eso me pagan, nadie puede obligarme a estar alegre.

Frente a esta contestación tan agresiva, el cortesano se ofendió mucho y pronto comprendió lo que significaba pertenecer al "círculo del 99". Ese pobre hombre vivió el resto de su vida creyendo que le faltaba una moneda para ser feliz. Y él, el cortesano con tantos recursos y tanto prestigio, vivía de la misma manera, creyendo que siempre le faltaría algo para sentirse completamente dichoso.



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miércoles, 14 de septiembre de 2016

Una curiosa merienda.

Una curiosa merienda.
( Mariana Acosta)

Narrador: Entre las hierbas de un bosque, cerca de un estanque había una flor roja y elegante.
Una mañana la abeja se posó sobre ella y le dijo:
Abeja: Disculpe flor distinguida y elegante, tengo un hambre apremiante, necesito comer su polen y volver a la colmena con vuelo danzante.
Flor: ¡Adelante!
Narrador: La abeja apenas había comenzado a extraer el polen de la flor, cuando intempestivamente llegó la araña y le dijo:
Araña: Disculpe señora abeja, pero las arañas comemos insectos y usted es uno de mis predilectos, tengo un hambre apremiante ¿podría ser usted mi merienda, sin que por ello se espante?
Narrador: La abeja la miró de reojo y le contestó malhumorada:
Abeja: Sé que soy su insecto predilecto pero aún estoy comiendo el polen de la flor elegante, tenga usted paciencia y no sea arrogante.
Narrador: La araña se sentó pacientemente bajo la flor a esperar que la abeja terminara de comer el polen, cuando inesperadamente llegó el grillo y le dijo:
Grillo: Disculpe señora araña, pero los grillos comemos insectos y usted es uno de mis predilectos, tengo un hambre apremiante ¿podría ser usted mi merienda, sin que por ello se espante?
Araña: Sé que soy su insecto predilecto, pero a usted no le tengo mucho afecto, estoy esperando a la abeja que termine de comer el polen de la flor elegante, tenga usted paciencia y no sea arrogante.
Narrador: El grillo se sentó pacientemente detrás de la araña a esperar, cuando de pronto llegó el sapo dando intrépidos saltos y le dijo:
Sapo: Disculpe don grillo, pero los sapos también comemos insectos y usted es uno de mis predilectos, tengo un hambre apremiante ¿podría ser usted mi merienda, sin que por ello se espante?
Grillo: Sé que soy su insecto predilecto, pero a usted no le tengo mucho afecto, estoy esperando a la araña, quien está esperando a la abeja que termine de comer el polen de la flor elegante, tenga usted paciencia y no sea arrogante.
Narrador: El sapo se sentó pacientemente en la fila detrás del grillo a esperar, cuando de pronto llegó arrastrándose sobre la tierra la serpiente. Ella se detuvo y enroscándose frente al sapo le dijo:
Serpiente: Disculpe don sapo, pero las serpientes comemos carne de sapo y usted es uno de mis predilectos, tengo un hambre apremiante ¿podría ser usted mi merienda, sin que por ello se espante?
Sapo: Sé que soy su carne predilecta, pero le pido que sea correcta, estoy esperando al grillo, quien está esperando a la araña, quien está esperando a la abeja que termine de comer el polen de la flor elegante, tenga usted paciencia y no sea arrogante.
Narrador: La serpiente se enroscó pacientemente en la fila detrás del sapo a esperar, cuando de pronto un cernícalo de corona azul y hermosas alas, se posó frente a ella y le dijo:
Cernícalo: Disculpe doña serpiente, pero los cernícalos comemos carne de serpiente, cruda o crujiente y tengo un hambre apremiante ¿podría ser usted mi merienda, sin que por ello se espante?
Serpiente: Sé que soy su carne predilecta, pero le pido que sea un ave correcta, estoy esperando al sapo, quién está esperando al grillo, quien está esperando a la araña, quien está esperando a la abeja que termine de comer el polen de la flor elegante, tenga usted paciencia y no sea arrogante.
Narrador: El cernícalo se sentó pacientemente en la fila detrás de la serpiente a esperar, cuando de pronto un zorro se detuvo frente a sus ojos y saboreándose le dijo:
Zorro: Disculpe don cernícalo, pero los zorros comemos carne de ave y usted es uno de mis manjares predilectos, tengo un hambre apremiante ¿podría ser usted mi merienda, sin que por ello se espante?
Cernícalo: Sé que mi carne para usted es un gran bocado, pero debe ser un carnívoro educado, estoy esperando a la serpiente, quien está esperando al sapo, quién está esperando al grillo, quien está esperando a la araña, quien está esperando a la abeja que termine de comer el polen de la flor elegante, tenga usted paciencia y no sea arrogante.
Narrador: El zorro se sentó pacientemente en la fila detrás del cernícalo a esperar. De pronto desde lo alto de un árbol saltó a tropezones un viejo y apelmazado puma, y mostrando sus gastados colmillos le dijo:
Puma: Disculpe, los pumas comemos carne de zorro y usted sigue siendo mi plato preferido y tengo un hambre apremiante ¿podría ser usted mi merienda, sin que por ello se espante?
Zorro: Sé que mi carne para usted es un gran bocado, pero le pido que sea un carnívoro educado, estoy esperando al cernícalo, quien está esperando a la serpiente, quien está esperando al sapo, quien está esperando al grillo, quien está esperando a la araña, quien está esperando a la abeja que termine de comer el polen de la flor elegante, tenga usted paciencia y no sea arrogante.
Narrador: El arrugado puma se sentó pacientemente en la fila detrás del zorro a esperar. De pronto vio un cóndor volando en círculos sobre su cabeza y con sus alas abiertas como dos gigantes volantines. Todos sabían que esta gran ave tenía garras de acero y era el animal más temido de los carroñeros.
Apenas la abeja terminó de saciarse con el polen de la flor, la araña abrió sus pequeñas mandíbulas y justo en el momento en que estaba a punto de tragarse las alitas de la abeja, un ensordecedor y escalofriante sonido retumbó en el aire desde la escopeta de un necio cazador. Todos los animales se miraron estupefactos de horror.
El cóndor se alejó del puma volando despavorido hacia la montaña, el puma se alejó del zorro trepando velozmente a un árbol, el zorro se alejó del cernícalo huyendo horrorizado hacia una cueva, el cernícalo se alejó de la serpiente volando raudamente a su nido, la serpiente se alejó del sapo hundiéndose de golpe en la tierra, el sapo se alejó del grillo saltando al instante hasta el estanque, el grillo se alejó de la araña caminando a toda prisa hasta un tronco y la araña aterrada por el estridente sonido del necio cazador, abrió sus pequeñas mandíbulas y soltando a la abeja de su boca, arrancó en un dos por tres a esconderse bajo las piedras.
¡Qué aterradores son los intrusos y necios cazadores!

Al día siguiente entre las hierbas de un bosque y cerca de un estanque, había una flor amarilla y elegante.
Una abeja se posó sobre ella y le dijo:
Abeja: Disculpe flor distinguida y elegante, tengo un hambre apremiante, necesito comer su polen y volver a la colmena con vuelo danzante.
Flor: ¡Adelante!

Narrador:
Algunos comen hierbas.
Otros insectos, carne o una nuez.
Solitarios o en manadas.
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lunes, 5 de septiembre de 2016

La nieve de Chelm.

La nieve de Chelm.

(Isaac Bashevis Singer)

Chelm era una aldea de tontos: tontos jóvenes y tontos viejos. Una noche alguien espió a la luna, que se reflejaba en un barril de agua. La gente de Chelm imaginó que había caído allí. Sellaron el barril para que la luna no se escapara. Cuando a la mañana destaparon el barril y comprobaron que la luna ya no estaba allí, los aldeanos concluyeron que había sido robada. Llamaron a la policía, y, cuando el ladrón no pudo ser hallado, los tontos de Chelm lloraron y gimieron.
De todos los tontos de Chelm, los más famosos eran los siete ancianos. Como eran los tontos más rematados y más viejos, gobernaban en Chelm. De tanto pensar, tenían las barbas blancas y las frentes muy anchas.
Una vez, durante toda una noche de Hannukkah, la nieve no cesó de caer. Cubrió todo Chelm como un manto de plata. La luna brilló, las estrellas titilaron, y la nieve relució como perlas y diamantes.
Esa noche los siete ancianos estaban sentados y reflexionando, mientras arrugaban sus frentes. La aldea necesitaba dinero, y no sabían cómo obtenerlo. De repente, el más anciano de ellos, Groham el Gran Tonto, exclamó:
¡La nieve es plata!
¡Veo perlas en la nieve! –gritó otro.
¡Y yo veo diamantes! –agregó un tercero.
Para los ancianos de Chelm estaba claro que había caído un tesoro del cielo.
Pero pronto comenzaron a preocuparse. A la gente de Chelm le gustaba caminar, y ciertamente terminarían por pisotear el tesoro. ¿Qué se podía hacer? El tonto Tudras tuvo una idea.
Enviemos un mensajero que golpee en todas las ventanas y comunique a todos que deben permanecer en sus casas hasta que se hayan recogido la plata, las perlas y los diamantes.
Durante un rato los ancianos quedaron satisfechos. Se restregaron las manos y aprobaron la astuta idea. Pero entonces Lekisch el memo hizo notar con aflicción:
El mensajero mismo pisoteará el tesoro.
Los ancianos comprendieron que Lekisch tenía razón, y otra vez arrugaron las frentes en un esfuerzo por solucionar el problema.
¡Ya lo tengo! –exclamó Shmerel el Buey.
Dinos, dinos –rogaron los ancianos.
El mensajero no debe ir a pie. Debe ser transportado sobre una mesa, para que sus pies no toquen la preciosa nieve.
Todos quedaron encantados con la solución de Shmerel el Buey, y los ancianos, batiendo palmas, admiraron su sabiduría.
Los ancianos enviaron inmediatamente a alguien a la cocina a buscar a Gimpel, el chico de los recados, y lo pusieron sobre una mesa. Y ahora ¿quién habría de transportar la mesa? Fue una suerte que en la cocina estuvieran Treitle el cocinero, Berel el pelador de patatas, Yukel el mezclador de ensaladas, y Yontel, que cuidaba a la cabra de la comunidad. Se les ordenó a los cuatro que llevaran la mesa en la que Gimpel se había puesto de pie. Cada uno sostuvo una pata. Arriba estaba Gimpel con un martillo de madera, para golpear en las ventanas de los aldeanos. Entonces salieron.
En cada ventana Gimpel golpeaba y decía:
Nadie debe salir de casa esta noche. Ha caído un tesoro del cielo y está prohibido pisarlo.
La gente de Chelm obedeció a los ancianos y permaneció en sus casas durante toda la noche. Entretanto los propios ancianos se sentaron, tratando de imaginar cómo harían mejor uso del tesoro, una vez que lo recogieran.
El tonto Tudras propuso que lo vendieran y compraran una gansa que pusiera huevos de oro. Así la comunidad tendría unos ingresos fijos. Lekisch el memo tuvo otra idea. ¿Por qué no comprar anteojos que hicieran parecer más grandes todas las cosas a los habitantes de Chelm? Las casas, las calles y las tiendas parecerían más grandes, y desde luego, si Chelm parecía más grande, pues entonces sería más grande. Ya no sería una aldea, sino una gran ciudad.
Surgieron otras ideas igualmente ingeniosas. Pero mientras los ancianos sopesaban sus diversos planes, llegó la mañana y brilló el sol. Miraron por la ventana y, caramba, vieron que la nieve había sido pisoteada. Las pesadas botas de los porteadores de la mesa habían destruido el tesoro.
Los ancianos de Chelm se acariciaron sus blancas barbas y admitieron que habían cometido un error. ¿Quizás, razonaron, otras cuatro personas debían haber llevado a los cuatro hombres que llevaron la mesa en la que estaba Gimpel, el chico de los recados?
Tras largas deliberaciones los ancianos decidieron que, si durante el próximo Hannukkah llegaba a caer otro tesoro del cielo, eso era exactamente lo que habrían de hacer.
Aunque los aldeanos se quedaron sin tesoro, estaban llenos de esperanzas para el año siguiente y elogiaron a los ancianos, con quienes sabían que se podía contar para encontrar una solución, por muy difícil que fuera el problema.



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miércoles, 10 de agosto de 2016

Los tres osos.

Los tres osos.

Narrador: Había una vez tres osos que vivían juntos, en una casa en mitad del bosque. Uno de ellos era un oso muy, muy pequeño; el segundo era un oso de tamaño mediano y el tercero era un enorme oso.
Cada uno de ellos tenía una escudilla para su sopa; una escudilla pequeñita para el oso pequeñito, una escudilla mediana para el oso mediano, y una escudilla grandísima, para el enorme, enorme oso.
Y cada uno tenía una silla para sentarse: una silla pequeña para el oso pequeñito, una silla mediana para el oso mediano, y una silla muy grande para el oso grande.
Y tenían también cada uno una cama para acostarse, una cama grandísima para el oso grande, una cama mediana para el oso mediano, y una cama pequeñita, pequeñita, para el pequeño, pequeñísimo oso.
Un día, después de haber cocido sus sopas y haberlas vertido en sus escudillas, fueron a dar un paseo por el bosque, mientras la sopa se enfriaba. Era una sopa buenísima.
Y mientras se paseaban, llegó a la casa una niña llamada Ricitos de Oro. No conocía aquel sitio, ni había visto jamás la casita de los osos. Era una casita tan graciosa que olvidó todas las reglas que su mamá le recordaba siempre.
Miró por la ventana, después por el ojo de la cerradura y, viendo que no había nadie en la habitación, abrió la puerta y entró. Se relamió de gusto al ver la comida que se enfriaba sobre la mesa.
Si Ricitos de Oro hubiera recordado lo que su mamá le decía siempre, habría esperado la vuelta de los osos y seguramente ellos le habrían dado un poco de sus sopas porque eran muy buenos.
Un poco bruscos ¡claro!, es su manera de ser.
Pero, a pesar de ello, muy acogedores. Pero Ricitos de Oro lo olvidó todo y ella misma, se sirvió.
Primero la sopa del oso grande, pero estaba demasiado caliente.
Después probó la sopa del oso mediano, pero estaba demasiado fría.
Entonces fue hacia la escudilla del oso pequeño y también la probó. No estaba ni fría ni caliente, sino en su justo punto; tan buena la encontró que se la comió toda.
Después Ricitos de Oro se subió a la silla del oso grande pero la encontró demasiado dura.
Probó después la del oso mediano, pero la encontró demasiado blanda.
Entonces probó la silla del oso pequeño y no la encontró ni demasiado dura ni demasiado blanda, sino justo como debía ser. Se hundió tan profundamente en el fondo de la silla que se rompió.
Se levantó, subió por la escalera y entró en la habitación de arriba donde estaban las tres camas de los osos. También probó las tres camas y se acostó finalmente sobre la cama del oso pequeño. Ricitos de Oro se tapó con la colcha y se durmió profundamente.
Entre tanto, los osos se dirigían hacia su casa. Ricitos de Oro había dejado las cucharas dentro de las escudillas.
Oso grande: ¡Alguien ha tocado mi sopa!
Narrador: Y cuando el oso mediano miró su escudilla, vio que la cuchara también estaba dentro.
Oso mediano: ¡Alguien también ha tocado mi sopa!
Oso pequeño: ¡Alguien ha tocado mi sopa y se la ha comido toda!
Narrador: Al ver esto, los tres osos comprendieron que alguien había entrado en la casa y se dispusieron a buscar a su alrededor.
Oso grande: ¡Alguien se ha sentado en mi silla!
Oso mediano: ¡Alguien se ha sentado en mi silla!
Oso pequeño: ¡Alguien se ha sentado en mi silla y la ha roto completamente, ¡oh, oh, oh!
Narrador: Entonces, al ver los osos que allí no encontraban nada, decidieron subir a la habitación de arriba. Pero Ricitos de Oro había cambiado de lugar la almohada y el edredón.
Oso grande: ¡Alguien se ha acostado en mi cama!
Oso mediano: ¡Alguien se ha acostado en mi cama!
Narrador: Y cuando el pequeño, pequeñísimo oso fue a mirar la suya, encontró que la almohada estaba en su sitio, que el edredón estaba en su sitio, y... sobre la almohada vio algo dorado, era... ¡el pelo de Ricitos de Oro!
Oso pequeño: Alguien se ha acostado en mi cama y... ¡todavía está en ella!
Narrador: Ricitos de Oro había oído durante su sueño el vozarrón del oso grande, pero creyó que era un trueno. Luego, había oído la voz mediana del oso mediano, pero creyó que le hablaban en sueños.
Pero la voz aflautada del oso pequeño traspasó sus oídos y la despertó. Se sentó sobre la cama y, cuando vio los tres osos a un lado, saltó por el otro, y corrió hacia la ventana. La ventana estaba abierta y Ricitos de Oro saltó por ella y corrió a casa con su mamá, tan deprisa como sus piernas pudieron llevarla.


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