martes, 15 de diciembre de 2015

La pequeña cerillera

La pequeña cerillera.
(Hans Christian Andersen)

Narrador: ¡Qué frío hacía! Nevaba y comenzaba a oscurecer; era la última noche del año, la noche de San Silvestre. Bajo aquel frío y en aquella oscuridad, pasaba por la calle una pobre niña, descalza y con la cabeza descubierta... Verdad es que al salir de su casa llevaba zapatillas, pero, ¡de qué le sirvieron!
Eran unas zapatillas que su madre había llevado últimamente, y a la pequeña le venían tan grandes, que las perdió al cruzar corriendo la calle para librarse de dos coches que venían a toda velocidad.
Y así la pobrecilla andaba descalza con los desnudos piececitos completamente amoratados por el frío.
En un viejo delantal llevaba un puñado de fósforos, y un paquete en una mano. En todo el santo día nadie le había comprado nada, ni le había dado un mísero chelín; volvía a su casa hambrienta y medio helada, ¡y parecía tan abatida!
Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio. En un ángulo que formaban dos casas se sentó en el suelo y se acurrucó hecha un ovillo.
No se atrevía a volver a casa, pues no había vendido ni un fósforo, ni recogido un triste céntimo. Su padre le pegaría, además de que en casa hacía frío también; sólo los cobijaba el tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos con que habían procurado tapar las rendijas.
Tenía las manitas casi ateridas de frío. ¡Ay, un fósforo la aliviaría seguramente! ¡Si se atreviese a sacar uno solo del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y sacó uno: Dio una llama clara, cálida; una luz maravillosa.
Le pareció que estaba sentada junto a una gran estufa de hierro, con pies y campana de latón; el fuego ardía magníficamente en su interior, ¡y calentaba tan bien! La niña alargó los pies para calentárselos a su vez, pero se extinguió la llama, se esfumó la estufa, y ella se quedó sentada, con el resto de la consumida cerilla en la mano.
Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, la volvió transparente como si fuese de gasa, y la niña pudo ver el interior de una habitación donde estaba la mesa puesta. Un pato asado humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas. Y lo mejor del caso fue que el pato saltó fuera de la fuente y, anadeando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la espalda, se dirigió hacia la pobre muchachita. Pero en aquel momento se apagó el fósforo, dejando visible tan sólo la gruesa y fría pared.
Encendió la niña una tercera cerilla, y se encontró sentada debajo de un hermosísimo árbol de Navidad.
Millares de velitas, ardían en las ramas verdes. La pequeña levantó los dos bracitos... y entonces la cerilla se apagó.
Las velas se levantaron hacia el cielo y la niña pudo ver cómo se convertían en estrellas relucientes. Luego, una de ellas cruzó el cielo y dejó una estela luminosa como el fuego.
Niña: Alguien se está muriendo.
Narrador: Pensó la niña, pues su abuela, la única persona que la había querido, pero que estaba muerta ya, le había dicho:
Abuela: Cuando una estrella cruza el cielo, un alma se eleva hacia Dios.
Narrador: Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio inmediato, y apareció la anciana abuelita, radiante, dulce y cariñosa.
Niña: ¡Abuelita! ¡Llévame, contigo! Sé que te irás también cuando se apague el fósforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el asado y el árbol de Navidad.
Narrador: Se apresuró a encender los fósforos que le quedaban, afanosa de no perder a su abuela; y los fósforos brillaron con luz más clara que la del pleno día. Nunca la abuelita había sido tan alta y tan hermosa; tomó a la niña en el brazo y, envueltas las dos en un gran resplandor, emprendieron el vuelo hacia las alturas, sin que la pequeña sintiera ya frío, hambre ni miedo. Así llegaron hasta Dios.
Pero a la mañana siguiente, la pequeña niña aún estaba sentada en un rincón, con las mejillas rosadas y una dulce sonrisa en los labios... Estaba muerta, congelada por el frío de la Noche Vieja y fría mañana del Nuevo Año iluminaba su delicado cuerpo cuando la encontraron con todas sus cerillas consumidas en la mano. La gente dedujo que la niña había tratado de calentarse con ellas.
Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni cómo su anciana abuelita la había conducido hacia la Gloria en la Noche Vieja.


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miércoles, 2 de diciembre de 2015

RaKoPamPumPim


Ra-Ko-Pam-Pum-Pim.

Narrador: Había una vez un molinero que era muy jactancioso, siempre iba diciendo que lo suyo era lo mejor del mundo.
Un día llegó a tal extremo que afirmó que su hija era capaz de hilar la paja en oro. Al día siguiente, esta mentira del molinero estaba en boca de todo el mundo y la noticia llegó a oídos del rey. Éste le mandó recado para que trajera a su hija inmediatamente a palacio.
Hija: ¡Pero, padre, padre, cómo se os ha ocurrido decir tal mentira! Esto nos va a costar la vida a los dos.
Padre: Sí, hija mía, cometí un grave error y ahora me errepiento bien de lo que hice, pero ya no hay remedio.
Narrador: El rey, que aún se mantenía soltero, al ver a la hija del molinero se quedo maravillado por su hermosura.
Rey: Bienvenida a palacio, gentil molinera. Estoy en guerra y necesito oro, mucho oro, para armar mi ejército. Me han dicho que tú eres capaz de convertir la paja en oro. Si es así me harías un gran favor hilando un poco para mí.
Narrador: La hija del molinero no se atrevió a revelarle la verdad al rey y fue conducida a una habitación repleta de paja hasta el techo. Cuando se vio sola empezó a llorar desesperadamente. De pronto, entre lágrimas, vio ante si a un extraño hombrecillo barbudo que le dijo:
Duende: Hola, molinera, si me prometes darme lo que te pida te hilo la paja en oro.
Hija: Te daré lo que desees si me sacas de este apuro.
Narrador: Al día siguiente, el rey se llevó una grata sorpresa al ver convertida toda la paja en oro. Le rogó que hilara la paja que había en otra habitación. Ella, cuando se quedó a solas, lloró de nuevo.
Duende: Molinera, molinera, si quieres te hilo la paja en oro pero me tendrás que dar lo que te pida.
Hija: Está bien, poca cosa tengo, pero tuyo es si me ayudas.
Duende: Quiero tu anillo.
Hija: Ahí lo tienes, de buena gana te lo doy con tal de que me saques de este apuro.
Narrador: El duende comenzó a hilar y en menos de diez minutos estaba convertida toda la paja en un montón de oro. Al día siguiente, cuando el rey entró en la habitación se alegró tanto que prometió casarse con ella si le hilaba un tercer montón de paja. La molinera esperó la visita del duende aquella noche con tranquilidad.
Duende: Hola, molinera, ¿quieres que te hile paja? Sólo pongo la condición de que me des lo que te pida.
Hija: Está bien.
Duende: Si quieres que te hile la paja me tendrás que dar tu primer hijo. Sé que pronto serás reina y sé también que tendrás un hijo varón dentro de un año aproximadamente.
Narrador: La hija del molinero no supo qué hacer y asintió a lo dicho por el duende. El duende hiló toda la paja, el rey se casó con la hija del molinero y al cabo de un año tuvieron un hijo varón, como había anunciado el duende...
Duende: Vengo a por tu hijo.
Hija: Pues no te lo doy, antes tendrás que matarme.
Duende: Bueno, te voy a dar tres días para que averigües cómo me llamo. Si logras acertar mi nombre podrás quedarte con tu hijo. Durante tres noches seguidas vendré a preguntártelo. No lo olvides.
Narrador: El duende tras decir esto desapareció. La reina se pasó todo el día pensando el nombre. Llegó la noche y se presentó el duende:
Duende: Sabes ya..., ¿cómo me llamo, bella reina?
Hija: Antonio.
Duende: No. Has fallado. Mañana volveré.
Narrador: Al día siguiente a la misma hora se presentó el duende.
Duende: Y hoy..., ¿has averiguado cómo me llamo?
Hija: Ricardo.
Duende: Oh, mi dulce reina, no, tampoco; ya sólo te queda un día.
Narrador: La reina entonces mandó a un criado de toda confianza que siguiera al duende para que le contara todo lo que viera y oyera. El criado vio que se metía en el bosque y tras mucho andar se paró junto a una hoguera y saltando y bailando como loco empezó a cantar.
Duende: Mañana el hijo de la reina será mío, nadie es capaz de saber que me llamo “Ra-ko-pam-pum-pim”.
Narrador: El criado no quiso saber más, rápidamente echó a correr y se alejó de allí. Al llegar a palacio se lo contó todo a la reina. Al día siguiente, el duende se presentó puntualmente ante la reina:
Duende: Bueno, querida reina y mamá, por fin llegó el tercer día; dime... ¿cómo me llamo?
Hija: Te llamas Ra-ko-pam-pum-pim.
Narrador: Al oír su nombre el duende pegó un bufido de rabia y desapareció para siempre de allí.
Y desde entonces nunca más volvió a importunar a nadie.

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