miércoles, 30 de septiembre de 2015

El rey y su halcón

El rey y su halcón.
(Adaptado del original de Tomás Jefferson)

Narrador: Gengis Kan fue un gran rey y un guerrero. Condujo a su ejército hasta China y Persia y conquistó muchas tierras. En todos los países, la gente hablaba de sus grandes hazañas y decían que, desde Alejandro Magno, no había habido otro rey como él.
Una mañana salió con unos amigos hacia un bosque cercano para cazar. Cabalgaron como siempre con sus arcos y flechas. También lo seguían lo seguían los sirvientes con los perros.
Formaban una partida de caza tan alegre que el bosque se llenó de sus gritos y sus risas. Y esperaban regresar a casa con gran cantidad de presas al anochecer.
Posado en su muñeca, el rey transportaba a su halcón favorito, ya que en esos tiempos los halcones eran entrenados para cazar. Cuando su amo se lo ordenaba, alzaban el vuelo y oteaban a su alrededor en busca de una presa. Si tenían la suerte de ver un ciervo o un conejo, se precipitaban sobre ellos, veloces como una flecha.
Al caer la tarde, mientras los demás cazadores volvían a casa por el camino más corto, Gengis Kan se internó por una senda que atravesaba un valle entre dos montañas.
Había sido un día caluroso y el rey estaba sediento. Su halcón amaestrado había abandonado su muñeca y alzado el vuelo. El ave sabía con certeza que encontraría el camino de regreso.
El rey recordaba haber visto un arroyuelo cerca de ese camino. Estaba sediento y deseaba encontrarlo. Pero el calor de verano había secado todos los arroyos de las montañas.
Por fin, vio un hilillo de agua que se deslizaba por la hendidura de una roca y dedujo que un poco más arriba habría un manantial.
El rey echó pie a tierra, cogió un pequeño vaso de plata que llevaba en su zurrón de cazador y lo acercó a la roca para recoger las gotas de agua.
Tardó mucho tiempo en llenar el vaso. Cuando el vaso estuvo casi lleno, se lo llevó a los labios y se dispuso a beber.
De repente, un zumbido cruzó el aire y el vaso cayó de sus manos. Y el agua se derramó por el suelo.
El rey levantó la vista para ver quién había provocado el accidente y descubrió que había sido su halcón.
El pájaro pasó volando unas cuantas veces y finalmente se quedó posado en las rocas cerca del manantial.
El rey recogió el vaso y volvió a llenarlo. Esta vez no esperó tanto. Cuando el vaso estaba a la mitad, se lo llevó a los labios. Pero antes de que pudiera beber, el halcón se lanzó hacia él e hizo caer de nuevo el recipiente.
El rey se puso furioso. Volvió a repetir la operación, pero, por tercera vez, el halcón le impidió beber. Ahora el rey estaba verdaderamente enfadado.
Gengis Kan: ¿Cómo te atreves a comportarte así? Si te tuviera en mis manos, te retorcería el pescuezo.
Narrador: Y volvió a llenar el vaso. Pero antes de beber desenvainó su espada.
Gengis Kan: Ahora, señor Halcón, no volverás a jugármela.
Narrador: Apenas había pronunciado estas palabras, cuando el halcón se dejó caer en picado y derramó el agua otra vez.
Pero el rey lo estaba esperando. Con un rápido mandoble, alcanzó al halcón. El pobre animal cayó mortalmente herido a los pies de su amo.
Gengis Kan: Esto es lo que has conseguido con tus bromas.
Narrador: Al buscar el vaso, vio que éste había rodado entre dos rocas, donde no podría recogerlo.
Gengis Kan: Tendré que beber directamente de la fuente.
Narrador: Entonces se encaramó al lugar de donde procedía el agua. No era fácil y cuanto más subía, más sediento estaba. Por fin alcanzó el lugar. Encontró, en efecto, un charco de agua. Pero allí, justo en medio, yacía muerta una enorme serpiente de las más venenosas.
El rey se paró en seco y olvidó la sed. Sólo podía pensar en el pobre halcón muerto tendido en el suelo.
Gengis Kan: El halcón me ha salvado la vida. ¿Y cómo se lo he pagado? Era mi mejor amigo y le he dado muerte.
Narrador: Descendió del talud, cogió al pájaro con suavidad y lo metió en su zurrón de cazador. Entonces montó su corcel y cabalgó velozmente hacia su casa. Y se dijo así mismo:
Gengis Kan: Hoy he aprendido una triste lección: nunca hagas nada cuando estés furioso.


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jueves, 3 de septiembre de 2015

El hacha del leñador.

El hacha del leñador.
(Fábula)
Narrador: Un pobre leñador salía cada mañana con su hacha al hombro camino del bosque para ganarse la vida para él y toda su familia.
Un día tuvo la desgracia que cortando una encina su hacha se le cayera al río. Angustiado comenzó a gemir.
Leñador: ¡Triste de mí! ¿Con qué voy a ganarme la vida ahora si acabo de perder la única herramienta que poseo para ello?
Narrador: De pronto vio aparecer un ser desconocido y extraño.
Genio: Buen hombre, ¿qué te pasa? ¿Por qué gimes en mi bosque? Soy el genio que cuida este encinar y no me gusta que la gente que me visita esté triste.
Leñador: ¡Ay, buen genio! Mucho siento apenarte, pero se me acaba de caer al río la única herramienta que tengo para darle pan a mis hijos. ¡Ay, qué será de nosotros!
Genio: ¡Bah!, no te preocupes por tan poca cosa; pronto la tendrás de nuevo; vas a ver.
Narrador: Metió el genio su enorme brazo dentro del río y sacó un hacha de plata.
Genio: ¿Es ésta tu hacha, buen hombre?
Leñador: ¡Oh no, señor! Mi hacha es simplemente de hierro y ésta es de plata.
Genio: Está bien. Probaré de nuevo. A ver, a ver...; ya la tengo, aquí está. ¿Es ésta tu hacha, leñador?
Leñador: ¡Oh no, señor genio! Este hacha es de oro y la mía es de hierro.
Genio: Está bien. Probaré de nuevo. A ver, a ver...; aquí parece que hay algo afilado..., sí, sí ¡aquí hay otro hacha! ¿Es ésta tu hacha, leñador?
Leñador: Sí, señor, muchas gracias, ésta es mi hacha.
Genio: Eres un buen hombre y tu honradez bien merece un premio. Toma estas otras dos hachas: la de plata y la de oro. Además toma también esta bolsa ; cógela, está llena de monedas de oro; te la mereces por tu honradez.
Narrador: Tan feliz y contento marchó el leñador que al llegar a su casa contó a grandes voces a su mujer e hijos lo que le había pasado. Un vecino envidioso y egoísta oyó lo que decía, cogió su hacha y se dirigió al bosque. Directamente echó el hacha al río y comenzó a gemir.
Genio: ¿Qué te ocurre?
Vecino: ¡Ay, qué mala suerte tengo! Soy pobre y encima se me cae el hacha al río, maldita sea.
Genio: No maldigas, todo se puede arreglar. Verás la buscaré con mi brazo dentro del río. A ver, a ver...¡Ya la tengo! ¿Es ésta tu hacha, leñador?
Vecino: ¡Que va señor! Ese hacha es de plata y la mía, aunque sea pobre, es de oro.
Genio: ¡Ah sí! ¿Conque esas tenemos? Eres un egoísta y embustero. Ahora te quedarás sin nada, no tendrás ni hacha de plata, ni de oro, ni siquiera de hierro, porque yo no pienso tomarme la molestia de sacar del río la que acabas de tirar.

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