El
rey y su halcón.
(Adaptado
del original de Tomás Jefferson)
Narrador:
Gengis Kan fue un gran rey y un guerrero. Condujo a su ejército
hasta China y Persia y conquistó muchas tierras. En todos los
países, la gente hablaba de sus grandes hazañas y decían que,
desde Alejandro Magno, no había habido otro rey como él.
Una
mañana salió con unos amigos hacia un bosque cercano para cazar.
Cabalgaron como siempre con sus arcos y flechas. También lo seguían
lo seguían los sirvientes con los perros.
Formaban
una partida de caza tan alegre que el bosque se llenó de sus gritos
y sus risas. Y esperaban regresar a casa con gran cantidad de presas
al anochecer.
Posado
en su muñeca, el rey transportaba a su halcón favorito, ya que en
esos tiempos los halcones eran entrenados para cazar. Cuando su amo
se lo ordenaba, alzaban el vuelo y oteaban a su alrededor en busca de
una presa. Si tenían la suerte de ver un ciervo o un conejo, se
precipitaban sobre ellos, veloces como una flecha.
Al
caer la tarde, mientras los demás cazadores volvían a casa por el
camino más corto, Gengis Kan se internó por una senda que
atravesaba un valle entre dos montañas.
Había
sido un día caluroso y el rey estaba sediento. Su halcón amaestrado
había abandonado su muñeca y alzado el vuelo. El ave sabía con
certeza que encontraría el camino de regreso.
El
rey recordaba haber visto un arroyuelo cerca de ese camino. Estaba
sediento y deseaba encontrarlo. Pero el calor de verano había secado
todos los arroyos de las montañas.
Por
fin, vio un hilillo de agua que se deslizaba por la hendidura de una
roca y dedujo que un poco más arriba habría un manantial.
El
rey echó pie a tierra, cogió un pequeño vaso de plata que llevaba
en su zurrón de cazador y lo acercó a la roca para recoger las
gotas de agua.
Tardó
mucho tiempo en llenar el vaso. Cuando el vaso estuvo casi lleno, se
lo llevó a los labios y se dispuso a beber.
De
repente, un zumbido cruzó el aire y el vaso cayó de sus manos. Y el
agua se derramó por el suelo.
El
rey levantó la vista para ver quién había provocado el accidente y
descubrió que había sido su halcón.
El
pájaro pasó volando unas cuantas veces y finalmente se quedó
posado en las rocas cerca del manantial.
El
rey recogió el vaso y volvió a llenarlo. Esta vez no esperó tanto.
Cuando el vaso estaba a la mitad, se lo llevó a los labios. Pero
antes de que pudiera beber, el halcón se lanzó hacia él e hizo
caer de nuevo el recipiente.
El
rey se puso furioso. Volvió a repetir la operación, pero, por
tercera vez, el halcón le impidió beber. Ahora el rey estaba
verdaderamente enfadado.
Gengis
Kan: ¿Cómo te atreves a comportarte así? Si te tuviera en mis
manos, te retorcería el pescuezo.
Narrador:
Y volvió a llenar el vaso. Pero antes de beber desenvainó su
espada.
Gengis
Kan: Ahora, señor Halcón, no volverás a jugármela.
Narrador:
Apenas había pronunciado estas palabras, cuando el halcón se dejó
caer en picado y derramó el agua otra vez.
Pero
el rey lo estaba esperando. Con un rápido mandoble, alcanzó al
halcón. El pobre animal cayó mortalmente herido a los pies de su
amo.
Gengis
Kan: Esto es lo que has conseguido con tus bromas.
Narrador:
Al buscar el vaso, vio que éste había rodado entre dos rocas, donde
no podría recogerlo.
Gengis
Kan: Tendré que beber directamente de la fuente.
Narrador:
Entonces se encaramó al lugar de donde procedía el agua. No era
fácil y cuanto más subía, más sediento estaba. Por fin alcanzó
el lugar. Encontró, en efecto, un charco de agua. Pero allí, justo
en medio, yacía muerta una enorme serpiente de las más venenosas.
El
rey se paró en seco y olvidó la sed. Sólo podía pensar en el
pobre halcón muerto tendido en el suelo.
Gengis
Kan: El halcón me ha salvado la vida. ¿Y cómo se lo he pagado?
Era mi mejor amigo y le he dado muerte.
Narrador:
Descendió del talud, cogió al pájaro con suavidad y lo metió en
su zurrón de cazador. Entonces montó su corcel y cabalgó
velozmente hacia su casa. Y se dijo así mismo:
Gengis
Kan: Hoy he aprendido una triste lección: nunca hagas nada
cuando estés furioso.
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