martes, 15 de diciembre de 2015

La pequeña cerillera

La pequeña cerillera.
(Hans Christian Andersen)

Narrador: ¡Qué frío hacía! Nevaba y comenzaba a oscurecer; era la última noche del año, la noche de San Silvestre. Bajo aquel frío y en aquella oscuridad, pasaba por la calle una pobre niña, descalza y con la cabeza descubierta... Verdad es que al salir de su casa llevaba zapatillas, pero, ¡de qué le sirvieron!
Eran unas zapatillas que su madre había llevado últimamente, y a la pequeña le venían tan grandes, que las perdió al cruzar corriendo la calle para librarse de dos coches que venían a toda velocidad.
Y así la pobrecilla andaba descalza con los desnudos piececitos completamente amoratados por el frío.
En un viejo delantal llevaba un puñado de fósforos, y un paquete en una mano. En todo el santo día nadie le había comprado nada, ni le había dado un mísero chelín; volvía a su casa hambrienta y medio helada, ¡y parecía tan abatida!
Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio. En un ángulo que formaban dos casas se sentó en el suelo y se acurrucó hecha un ovillo.
No se atrevía a volver a casa, pues no había vendido ni un fósforo, ni recogido un triste céntimo. Su padre le pegaría, además de que en casa hacía frío también; sólo los cobijaba el tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos con que habían procurado tapar las rendijas.
Tenía las manitas casi ateridas de frío. ¡Ay, un fósforo la aliviaría seguramente! ¡Si se atreviese a sacar uno solo del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y sacó uno: Dio una llama clara, cálida; una luz maravillosa.
Le pareció que estaba sentada junto a una gran estufa de hierro, con pies y campana de latón; el fuego ardía magníficamente en su interior, ¡y calentaba tan bien! La niña alargó los pies para calentárselos a su vez, pero se extinguió la llama, se esfumó la estufa, y ella se quedó sentada, con el resto de la consumida cerilla en la mano.
Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, la volvió transparente como si fuese de gasa, y la niña pudo ver el interior de una habitación donde estaba la mesa puesta. Un pato asado humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas. Y lo mejor del caso fue que el pato saltó fuera de la fuente y, anadeando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la espalda, se dirigió hacia la pobre muchachita. Pero en aquel momento se apagó el fósforo, dejando visible tan sólo la gruesa y fría pared.
Encendió la niña una tercera cerilla, y se encontró sentada debajo de un hermosísimo árbol de Navidad.
Millares de velitas, ardían en las ramas verdes. La pequeña levantó los dos bracitos... y entonces la cerilla se apagó.
Las velas se levantaron hacia el cielo y la niña pudo ver cómo se convertían en estrellas relucientes. Luego, una de ellas cruzó el cielo y dejó una estela luminosa como el fuego.
Niña: Alguien se está muriendo.
Narrador: Pensó la niña, pues su abuela, la única persona que la había querido, pero que estaba muerta ya, le había dicho:
Abuela: Cuando una estrella cruza el cielo, un alma se eleva hacia Dios.
Narrador: Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio inmediato, y apareció la anciana abuelita, radiante, dulce y cariñosa.
Niña: ¡Abuelita! ¡Llévame, contigo! Sé que te irás también cuando se apague el fósforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el asado y el árbol de Navidad.
Narrador: Se apresuró a encender los fósforos que le quedaban, afanosa de no perder a su abuela; y los fósforos brillaron con luz más clara que la del pleno día. Nunca la abuelita había sido tan alta y tan hermosa; tomó a la niña en el brazo y, envueltas las dos en un gran resplandor, emprendieron el vuelo hacia las alturas, sin que la pequeña sintiera ya frío, hambre ni miedo. Así llegaron hasta Dios.
Pero a la mañana siguiente, la pequeña niña aún estaba sentada en un rincón, con las mejillas rosadas y una dulce sonrisa en los labios... Estaba muerta, congelada por el frío de la Noche Vieja y fría mañana del Nuevo Año iluminaba su delicado cuerpo cuando la encontraron con todas sus cerillas consumidas en la mano. La gente dedujo que la niña había tratado de calentarse con ellas.
Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni cómo su anciana abuelita la había conducido hacia la Gloria en la Noche Vieja.


Todos los relatos de esta categoría reunidos aquí.
El audio de este relato lo tienes aquí.





miércoles, 2 de diciembre de 2015

RaKoPamPumPim


Ra-Ko-Pam-Pum-Pim.

Narrador: Había una vez un molinero que era muy jactancioso, siempre iba diciendo que lo suyo era lo mejor del mundo.
Un día llegó a tal extremo que afirmó que su hija era capaz de hilar la paja en oro. Al día siguiente, esta mentira del molinero estaba en boca de todo el mundo y la noticia llegó a oídos del rey. Éste le mandó recado para que trajera a su hija inmediatamente a palacio.
Hija: ¡Pero, padre, padre, cómo se os ha ocurrido decir tal mentira! Esto nos va a costar la vida a los dos.
Padre: Sí, hija mía, cometí un grave error y ahora me errepiento bien de lo que hice, pero ya no hay remedio.
Narrador: El rey, que aún se mantenía soltero, al ver a la hija del molinero se quedo maravillado por su hermosura.
Rey: Bienvenida a palacio, gentil molinera. Estoy en guerra y necesito oro, mucho oro, para armar mi ejército. Me han dicho que tú eres capaz de convertir la paja en oro. Si es así me harías un gran favor hilando un poco para mí.
Narrador: La hija del molinero no se atrevió a revelarle la verdad al rey y fue conducida a una habitación repleta de paja hasta el techo. Cuando se vio sola empezó a llorar desesperadamente. De pronto, entre lágrimas, vio ante si a un extraño hombrecillo barbudo que le dijo:
Duende: Hola, molinera, si me prometes darme lo que te pida te hilo la paja en oro.
Hija: Te daré lo que desees si me sacas de este apuro.
Narrador: Al día siguiente, el rey se llevó una grata sorpresa al ver convertida toda la paja en oro. Le rogó que hilara la paja que había en otra habitación. Ella, cuando se quedó a solas, lloró de nuevo.
Duende: Molinera, molinera, si quieres te hilo la paja en oro pero me tendrás que dar lo que te pida.
Hija: Está bien, poca cosa tengo, pero tuyo es si me ayudas.
Duende: Quiero tu anillo.
Hija: Ahí lo tienes, de buena gana te lo doy con tal de que me saques de este apuro.
Narrador: El duende comenzó a hilar y en menos de diez minutos estaba convertida toda la paja en un montón de oro. Al día siguiente, cuando el rey entró en la habitación se alegró tanto que prometió casarse con ella si le hilaba un tercer montón de paja. La molinera esperó la visita del duende aquella noche con tranquilidad.
Duende: Hola, molinera, ¿quieres que te hile paja? Sólo pongo la condición de que me des lo que te pida.
Hija: Está bien.
Duende: Si quieres que te hile la paja me tendrás que dar tu primer hijo. Sé que pronto serás reina y sé también que tendrás un hijo varón dentro de un año aproximadamente.
Narrador: La hija del molinero no supo qué hacer y asintió a lo dicho por el duende. El duende hiló toda la paja, el rey se casó con la hija del molinero y al cabo de un año tuvieron un hijo varón, como había anunciado el duende...
Duende: Vengo a por tu hijo.
Hija: Pues no te lo doy, antes tendrás que matarme.
Duende: Bueno, te voy a dar tres días para que averigües cómo me llamo. Si logras acertar mi nombre podrás quedarte con tu hijo. Durante tres noches seguidas vendré a preguntártelo. No lo olvides.
Narrador: El duende tras decir esto desapareció. La reina se pasó todo el día pensando el nombre. Llegó la noche y se presentó el duende:
Duende: Sabes ya..., ¿cómo me llamo, bella reina?
Hija: Antonio.
Duende: No. Has fallado. Mañana volveré.
Narrador: Al día siguiente a la misma hora se presentó el duende.
Duende: Y hoy..., ¿has averiguado cómo me llamo?
Hija: Ricardo.
Duende: Oh, mi dulce reina, no, tampoco; ya sólo te queda un día.
Narrador: La reina entonces mandó a un criado de toda confianza que siguiera al duende para que le contara todo lo que viera y oyera. El criado vio que se metía en el bosque y tras mucho andar se paró junto a una hoguera y saltando y bailando como loco empezó a cantar.
Duende: Mañana el hijo de la reina será mío, nadie es capaz de saber que me llamo “Ra-ko-pam-pum-pim”.
Narrador: El criado no quiso saber más, rápidamente echó a correr y se alejó de allí. Al llegar a palacio se lo contó todo a la reina. Al día siguiente, el duende se presentó puntualmente ante la reina:
Duende: Bueno, querida reina y mamá, por fin llegó el tercer día; dime... ¿cómo me llamo?
Hija: Te llamas Ra-ko-pam-pum-pim.
Narrador: Al oír su nombre el duende pegó un bufido de rabia y desapareció para siempre de allí.
Y desde entonces nunca más volvió a importunar a nadie.

El audio de este relato lo puedes oír, aquí.
Textos y audios de esta categoría, aquí.

domingo, 1 de noviembre de 2015

Juan tonto.







Juan Tonto.

Narrador: Esto era una vez una viuda muy lista que tenía un solo hijo al que todos llamaban Juan Tonto, pues según contaban nunca se había visto un muchacho menos avispado en aquel pueblo; todo lo hacía al revés.
Un día, le dijo su madre.
Madre: Juan, tendrás que llegarte hasta el pueblo a comprar un cochinillo. Toma, ahí tienes el dinero; coge la burra y márchate y ahora mismo.
Juan: Está bien, madre, así lo haré. No tenga cuidado, madre.
Narrador: Cuando Juan se marchaba, la viuda salió al portal a despedirlo y vio que marchaba con la burra detrás.
Madre: Pero hijo, súbete a la burra, ¿a dónde vas andando?
Juan: Está bien, madre; pero como usted me ha dicho que la cogiera nada más.
Madre: Si serás tonto, hijo, si serás tonto...
Narrador: Al anochecer llegó Juan del pueblo montado en la burra; iba contento y sonriente como nunca.
Juan: ¡Madre!, ¿le ha gustado el cochinillo?
Madre: ¿Qué cochinillo?
Juan: El que he comprado en el pueblo; le he dado un empujoncito en el lomo y le he dicho: ”¡Hala, para casa se ha dicho!”
Madre: Pero tonto más que tonto, ¿cómo quieres que llegue a casa solo un cerdito? Se habrá perdido. Lo que tenías que haber hecho era atarlo por la cola de la burra con una cuerdecita.
Juan: Lo siento, madre. Otra vez así lo haré.

Narrador: Al día siguiente su madre le ordenó que fuera al pueblo a comprar una cazuela de barro grande.
Juan: Está bien, madre. Ahora mismo iré.
Narrador: Al mediodía, la madre oyó un terrible ruído en el patio; se asomó a la puerta y vio a su hijo montado en la burra y atada a la cola de ésta iba la cazuela hecha añicos.
Madre: ¡Por Dios, hijo!, ¿pero que barbaridad has hecho ahora?
Juan: ¿Barbaridad? He seguido su consejo, madre. Eso es todo. Esta vez he atado la compra a la cola de la burra, tal como usted me dijo.
Madre: ¡Pero, insensato!, ¿no ves que lo que tenías que haber hecho era llevarla en la mano?
Juan: Bueno, madre, pero ¿con qué habría cogido entonces las riendas?
Madre: Pues sencillamente si tenías ocupadas las manos te podrías haber puesto la cazuela en la cabeza y traerla a casa tal como yo traigo el cántaro cuando voy a la fuente.
Juan: Pues sí que es verdad, madre; no he caído. Otra vez, así lo haré.

Narrador: Pasó una semana; a la viuda le hacía falta mantequilla y decidió mandar a Juan al pueblo a comprarla.
Madre: Juan, baja en seguida, coge la burra y vete al pueblo a comprar un paquete de mantequilla. Cuidado con lo que haces, y no tardes mucho.
Juan: Ya voy, madre.
Narrador: Y Juan se fue. Entró en la tienda, compró la mantequilla y muy decidido montó en la burra y se colocó el paquete de mantequilla en la cabeza. En aquel momento hacía un sol de justicia y a Juan empezaron a resbalarle gruesas gotas de mantequilla por la cara, pero él lo aguantaba con resignación; no quería que su madre volviera a reñirle.
Madre: Hijo, hijo, tenías que haber cogido el paquete e irlo mojando de trecho en trecho en el agua del río para que no se hubiera deshecho.
Juan: Sí, madre, es verdad; otra vez así lo haré.

Narrador: Pasaron tres días; la viuda cuando le iba a echar sal al cocido tuvo la desagradable sorpresa de comprobar que se le había acabado. Inmediatamente llamó a su hijo.
Madre: ¡Juan!
Juan: ¿Me llama, madre?
Madre: Digo.
Juan: Ahora mismo bajo.
Madre: Toma, ahí tienes dinero, coge la burra y vete al pueblo a buscar un paquete de sal.
Juan: Está bien.
Narrador: Cogió la burra y se fue a buscar sal. A la vuelta tuvo buen cuidado de ir mojando de trecho en trecho el paquete de sal en el río; ni que decir tiene que cuando llegó a su casa del paquete no quedaba ni el cartón.
Madre: ¿Has comprado la sal?
Juan: Comprarla si la he comprado, madre; pero traerla, lo que se dice traerla, no la he traído porque aunque la he ido mojando en el río tal como usted me dijo que hiciera, no he podido llegar con el paquete a casa. Se me ha deshecho todo.
Madre: ¡Virgen de los Desamparados! ¡pero habrá zoquete más grande que tú! ¿A quién se le ocurre venir mojando un paquete de sal en el río?

Narrador: La viuda tardó más de tres meses en mandarle otra cosa a su hijo; decidió dejar pasar tiempo para ver si espabilaba un poco. Pasados más de tres meses un buen día le dijo:
Madre: Juan, vete a por leña al bosque.
Juan: Está bien, madre.
Madre: Sube a la burra.
Juan: ¿Que me suba a la burra?
Madre: Claro.
Juan: Está bien, madre.
Narrador: La viuda se pasó todo el día esperando el regreso de su hijo; al final al ver que ya estaba anocheciendo y su hijo aún no había vuelto, llena de inquietud decidió ir en su busca. Salió al patio y le pareció oír un ruido en la cuadra; miró cautelosamente por el ojo de la cerradura; lo que vio la dejó helada. ¡Allí estaba Juan montado encima de la burra!
Madre: Pero ¿qué haces aquí, desgraciado? ¿Y la leña?
Juan: Verá usted, madre; recuerde que primero me ordenó ir a por leña, pero después me dijo que me montara en la burra; yo, como ve, me he subido a ella y aquí estoy hasta que usted ordene otra cosa.
Narrador: La pobre mujer suspiró tres veces, luego resignadamente musitó:
Madre: Señor, a cada uno le das su cruz, y está visto que yo ahí delante tengo la mía. ¡Qué le vamos a hacer, paciencia!


Todos los relatos de esta categoría con sus textos reunidos aquí.
El audio lo tienes aquí.

miércoles, 30 de septiembre de 2015

El rey y su halcón

El rey y su halcón.
(Adaptado del original de Tomás Jefferson)

Narrador: Gengis Kan fue un gran rey y un guerrero. Condujo a su ejército hasta China y Persia y conquistó muchas tierras. En todos los países, la gente hablaba de sus grandes hazañas y decían que, desde Alejandro Magno, no había habido otro rey como él.
Una mañana salió con unos amigos hacia un bosque cercano para cazar. Cabalgaron como siempre con sus arcos y flechas. También lo seguían lo seguían los sirvientes con los perros.
Formaban una partida de caza tan alegre que el bosque se llenó de sus gritos y sus risas. Y esperaban regresar a casa con gran cantidad de presas al anochecer.
Posado en su muñeca, el rey transportaba a su halcón favorito, ya que en esos tiempos los halcones eran entrenados para cazar. Cuando su amo se lo ordenaba, alzaban el vuelo y oteaban a su alrededor en busca de una presa. Si tenían la suerte de ver un ciervo o un conejo, se precipitaban sobre ellos, veloces como una flecha.
Al caer la tarde, mientras los demás cazadores volvían a casa por el camino más corto, Gengis Kan se internó por una senda que atravesaba un valle entre dos montañas.
Había sido un día caluroso y el rey estaba sediento. Su halcón amaestrado había abandonado su muñeca y alzado el vuelo. El ave sabía con certeza que encontraría el camino de regreso.
El rey recordaba haber visto un arroyuelo cerca de ese camino. Estaba sediento y deseaba encontrarlo. Pero el calor de verano había secado todos los arroyos de las montañas.
Por fin, vio un hilillo de agua que se deslizaba por la hendidura de una roca y dedujo que un poco más arriba habría un manantial.
El rey echó pie a tierra, cogió un pequeño vaso de plata que llevaba en su zurrón de cazador y lo acercó a la roca para recoger las gotas de agua.
Tardó mucho tiempo en llenar el vaso. Cuando el vaso estuvo casi lleno, se lo llevó a los labios y se dispuso a beber.
De repente, un zumbido cruzó el aire y el vaso cayó de sus manos. Y el agua se derramó por el suelo.
El rey levantó la vista para ver quién había provocado el accidente y descubrió que había sido su halcón.
El pájaro pasó volando unas cuantas veces y finalmente se quedó posado en las rocas cerca del manantial.
El rey recogió el vaso y volvió a llenarlo. Esta vez no esperó tanto. Cuando el vaso estaba a la mitad, se lo llevó a los labios. Pero antes de que pudiera beber, el halcón se lanzó hacia él e hizo caer de nuevo el recipiente.
El rey se puso furioso. Volvió a repetir la operación, pero, por tercera vez, el halcón le impidió beber. Ahora el rey estaba verdaderamente enfadado.
Gengis Kan: ¿Cómo te atreves a comportarte así? Si te tuviera en mis manos, te retorcería el pescuezo.
Narrador: Y volvió a llenar el vaso. Pero antes de beber desenvainó su espada.
Gengis Kan: Ahora, señor Halcón, no volverás a jugármela.
Narrador: Apenas había pronunciado estas palabras, cuando el halcón se dejó caer en picado y derramó el agua otra vez.
Pero el rey lo estaba esperando. Con un rápido mandoble, alcanzó al halcón. El pobre animal cayó mortalmente herido a los pies de su amo.
Gengis Kan: Esto es lo que has conseguido con tus bromas.
Narrador: Al buscar el vaso, vio que éste había rodado entre dos rocas, donde no podría recogerlo.
Gengis Kan: Tendré que beber directamente de la fuente.
Narrador: Entonces se encaramó al lugar de donde procedía el agua. No era fácil y cuanto más subía, más sediento estaba. Por fin alcanzó el lugar. Encontró, en efecto, un charco de agua. Pero allí, justo en medio, yacía muerta una enorme serpiente de las más venenosas.
El rey se paró en seco y olvidó la sed. Sólo podía pensar en el pobre halcón muerto tendido en el suelo.
Gengis Kan: El halcón me ha salvado la vida. ¿Y cómo se lo he pagado? Era mi mejor amigo y le he dado muerte.
Narrador: Descendió del talud, cogió al pájaro con suavidad y lo metió en su zurrón de cazador. Entonces montó su corcel y cabalgó velozmente hacia su casa. Y se dijo así mismo:
Gengis Kan: Hoy he aprendido una triste lección: nunca hagas nada cuando estés furioso.


Todos los cuentos de esta categoría con sus textos, reunidos aquí.
El audio y el vídeo de este relato, aquí.







jueves, 3 de septiembre de 2015

El hacha del leñador.

El hacha del leñador.
(Fábula)
Narrador: Un pobre leñador salía cada mañana con su hacha al hombro camino del bosque para ganarse la vida para él y toda su familia.
Un día tuvo la desgracia que cortando una encina su hacha se le cayera al río. Angustiado comenzó a gemir.
Leñador: ¡Triste de mí! ¿Con qué voy a ganarme la vida ahora si acabo de perder la única herramienta que poseo para ello?
Narrador: De pronto vio aparecer un ser desconocido y extraño.
Genio: Buen hombre, ¿qué te pasa? ¿Por qué gimes en mi bosque? Soy el genio que cuida este encinar y no me gusta que la gente que me visita esté triste.
Leñador: ¡Ay, buen genio! Mucho siento apenarte, pero se me acaba de caer al río la única herramienta que tengo para darle pan a mis hijos. ¡Ay, qué será de nosotros!
Genio: ¡Bah!, no te preocupes por tan poca cosa; pronto la tendrás de nuevo; vas a ver.
Narrador: Metió el genio su enorme brazo dentro del río y sacó un hacha de plata.
Genio: ¿Es ésta tu hacha, buen hombre?
Leñador: ¡Oh no, señor! Mi hacha es simplemente de hierro y ésta es de plata.
Genio: Está bien. Probaré de nuevo. A ver, a ver...; ya la tengo, aquí está. ¿Es ésta tu hacha, leñador?
Leñador: ¡Oh no, señor genio! Este hacha es de oro y la mía es de hierro.
Genio: Está bien. Probaré de nuevo. A ver, a ver...; aquí parece que hay algo afilado..., sí, sí ¡aquí hay otro hacha! ¿Es ésta tu hacha, leñador?
Leñador: Sí, señor, muchas gracias, ésta es mi hacha.
Genio: Eres un buen hombre y tu honradez bien merece un premio. Toma estas otras dos hachas: la de plata y la de oro. Además toma también esta bolsa ; cógela, está llena de monedas de oro; te la mereces por tu honradez.
Narrador: Tan feliz y contento marchó el leñador que al llegar a su casa contó a grandes voces a su mujer e hijos lo que le había pasado. Un vecino envidioso y egoísta oyó lo que decía, cogió su hacha y se dirigió al bosque. Directamente echó el hacha al río y comenzó a gemir.
Genio: ¿Qué te ocurre?
Vecino: ¡Ay, qué mala suerte tengo! Soy pobre y encima se me cae el hacha al río, maldita sea.
Genio: No maldigas, todo se puede arreglar. Verás la buscaré con mi brazo dentro del río. A ver, a ver...¡Ya la tengo! ¿Es ésta tu hacha, leñador?
Vecino: ¡Que va señor! Ese hacha es de plata y la mía, aunque sea pobre, es de oro.
Genio: ¡Ah sí! ¿Conque esas tenemos? Eres un egoísta y embustero. Ahora te quedarás sin nada, no tendrás ni hacha de plata, ni de oro, ni siquiera de hierro, porque yo no pienso tomarme la molestia de sacar del río la que acabas de tirar.

El audio de este relato lo puedes oír, aquí.
Textos y audios de esta categoría, aquí.

domingo, 2 de agosto de 2015

El valiente Juan Chiruguete mata a ocho y espanta a siete.



A partir de 8 años.
El valiente Juan Chiruguete mata a ocho y espanta a siete
 (Cuento popular)
Narrador: En Soria había un zapatero remendón, que se pasaba el día arreglando zapatos sin ganar casi nada.
Un día estaba muy cansado y en una caja de betún cayeron mil moscas, le dio el zapatero un fuerte manotazo y mató ocho moscas y espantó siete. Enseguida cogió un papel y escribió este rótulo: “El valiente Juan de Chiruguete mata ocho y espanta siete.” Y se lo puso en el sombrero. Tan orgulloso estaba de su proeza que decidió cerrar la tienda y correr mundo.
Ya por la tarde llegó al palacio de un rey, y éste al verlo le dijo:

Rey: ¡Eh, buen hombre! ¿Es cierto que mataste a ocho y espantaste a siete? 
Juan: Sí, majestad, es cierto. 
Rey: ¿Y te atreverías a matar a un terrible gigante que vive en un cercano castillo y nos tiene a todos atemorizados? 
Juan: Señor, Juan Chiruguete, es capaz de todo. La duda ofende. Yo no tengo miedo a nada. ¿Es cierto, majestad, lo que he oído por ahí que quien mate al gigante se casará con la princesa, vuestra hija? 
Rey: Sí, es cierto. Y ahora... ¿qué te hace falta?  
Juan: Comer bien y diez monedas. No necesito más.  
Rey: Pero, Juan Chiruguete, ¿cómo vas a matar al gigante sin armas?
Juan: Si os lo dijera ahora sabríais igual que yo. A su debido tiempo ya os lo explicaré. Perdonad. 
Narrador: Al día siguiente, con las diez monedas compró una cuerda, un pájaro, un huevo y un moral. Luego se dirigió al castillo de su enemigo el gigante. Éste cuando se acercó le vio el letrero y se echó a reír:
Gigante: Con que mata ocho y espanta siete de un golpe, ¿eh? ¡Vaya una gracia! ¡Verás como te zampo de un solo bocado... 
Juan: Eso hemos de verlo. Si se cree tan listo, ¿por qué no acepta una apuesta? Veamos quién tira una piedra más lejana. 
Narrador: Tiró el gigante primero. Y cuando el gigante estaba mirando su piedra para ver donde caía, soltó don Juan el pájaro. El gigante se quedó con la boca abierta viendo cómo, lo que él creía una piedra, se perdía en la lejanía. Gigante: ¡Diablo, me has ganado, ratón! Bueno, veamos ahora a ver quién saca más agua de una piedra.
Narrador: Y fueron a ver quién sacaba más agua de una piedra. Cogió el gigante una piedra y la hizo pedazos apretándola. Juan sacó disimuladamente el huevo del morral y lo apretó también. Claro, como salía más agua del huevo, dijo el gigante admirado: 
Gigante: ¡Diablo, que me has ganado otra vez! 
Juan: Si todavía no está usted convencido de que a todo le gano, vamos a otra cosa. 
Gigante: Pues ahora vamos al que coma más gachas.  
Narrador: Y fueron al que comiera más gachas. El gigante hizo un puchero de gachas y se pusieron a comer. El gigante comía una barbaridad. Pero Juan se hacía el que comía y echaba las gachas en el morral que se había atado al cuello. Cuando el gigante se hartó: 
Gigante: Bueno, Juan Chiruguete, yo ya no como más. Y tú ¿qué tal estás de gachas? 
Juan: Cállese, hombre, que yo apenas voy comenzando a comer. 
Narrador: Y con las dos manos hacía que comía gachas, y las echaba en el morral. Y ya el gigante dijo: 
Gigante: ¡Basta ya, hombre del diablo! Ya me has ganado otra vez. Ahora vamos a la última. Vamos a correr, que a eso no me gana nadie. 
Juan: Está bien, pero en mi pueblo al pequeño siempre le dan ventaja y le dejan correr primero.  
Gigante: Está bien, te daré hasta aquel árbol de ventaja. ¡Vamos, empieza a correr! 
Narrador: Cuando Juan perdió de vista el gigante, comenzó a tirar las gachas de su morral por todo el camino. El gigante al ver las gachas en el suelo dijo: Gigante: ¡Pillastre, conque te has abierto la panza para sacar las gachas y así correr más aprisa. Ahora verás, yo haré lo mismo.
Narrador: Y el muy tonto sacó su cuchillo y se abrió la panza de arriba a bajo. Claro está, en menos de cinco minutos había muerto. Entonces salió Juan de su escondite, lo ató con la cuerda que llevaba y dejándolo tendido en el suelo, se encaminó hacia el palacio del rey. Cuando llegó éste le preguntó: 
Rey: Juan, ¿has matado al gigante?  
Juan: Sí, majestad, en medio del bosque está, atado y con las tripas al aire. Narrador: Entonces trajeron al gigante a palacio y el rey muy contento casó a su hija la princesa con Juan de Chiruguete. Éste muy contento no paraba de repetir: 
Juan: Yo soy Juan de Chiruguete, mata ocho y espanta siete. 
Todos los relatos de esta categoría reunidos, aquí.
El audio de este relato, aquí.
 

viernes, 19 de junio de 2015

La roca del camino.


LA ROCA DEL CAMINO

Narrador: Había una vez un rey que estaba muy preocupado porque quería servir lo mejor posible a su pueblo. Como él no podía llevar solo el gobierno ideó un original método para encontrar a los mejores ministros.
Un día, el rey, con gran esfuerzo, empujó una enorme roca en medio de un camino. La reina, que le acompañaba y que al igual que él iba disfrazada para no ser reconocida, le preguntó extrañada.
Reina: ¿Por qué habéis colocado esa enorme piedra en medio del camino? Los caminantes tendrán que sortearla y los carros no podrán pasar.
Rey: Mi querida esposa, necesito un ministro que sea generoso y emprendedor. Para encontrarlo, he colocado esta roca obstaculizando el paso. He decido que quien la retire será el elegido.
Narrador: El rey y la reina se escondieron tras unos arbustos para observar qué ocurría sin ser vistos. Entonces pasó un rico mercader que muy indignado dijo en voz alta.
Mercader: ¿Qué hace aquí esta roca impidiendo el paso? ¡Qué escándalo! Si el rey supiese que yo tenía que pasar por aquí, habría mandado quitarla. En fin, la sortearé.
Narrador: El mercader sorteó la piedra sin más preocupación porque estorbase y se marchó. Al poco rato llegó una a dama elegantemente vestida.
Dama: ¡Oh...! ¿Y esto? ¡Una roca me impide el paso! Tendré que sortearla y… ¡se me estropeará la ropa!
Narrador: La dama también sorteó la roca y se alejó quejándose. Allí seguía la roca en medio del camino estorbando a todo el que pasaba; todos se quejaban, pero ninguno hacía nada.
Al caer la tarde pasó una pareja de ancianos. Él se ayudaba de un bastón para caminar mientras ella se apoyaba en su brazo.
Anciano: ¡Qué piedra tan grande! ¡Ya casi no tengo fuerzas para moverme! ¡No podremos retirar la piedra nosotros solos!
Anciana: ¡Es verdad, es demasiado pesada para nosotros!
Narrador: En ese momento pasó una joven campesina que al ver que intentaban mover la roca les dijo:
Campesina: Buenos días señores. ¿Les ocurre algo?
Anciano: Esta roca nos cierra el paso y no podremos atravesar los matorrales.
Anciana: ¡Tendremos que volver por donde hemos venido! ¡Con lo cansado que estamos…!
Campesina: Esperad un momento. Intentaré quitarla para dejar el camino libre. ¿Por favor, me deja su bastón?
Anciano: ¿Para qué lo necesitas?
Campesina: Para usarlo como palanca y así poder mover la roca.
Anciano: Eres una chica lista y generosa.
Campesina: ¡Uf, qué pesada es! ¡Uhmmm! ¡Ea, ya pueden pasar!
Narrador: En ese momento, salió el rey de los matorrales y acercándose a la campesina le dijo:
Rey: Buena mujer, quiero que sepas que soy el rey y eres la única que ha pensado en los demás y ha retirado el obstáculo del camino. Por ello quiero que vengas conmigo a palacio y seas mi ministra.
Narrador: Y así, mediante pruebas como esta, el rey y la reina fueron encontrando ministros capaces para el mejor gobierno de su reino, gentes que siempre pensaban en los demás.



El audio de este relato lo puedes oír, aquí.
Textos y audios de esta categoría, aquí.





miércoles, 10 de junio de 2015

Rikki Tikki Tavi.


Rikki-tikki-tavi.
(Rudyard Kiplin. Adaptado)
Narrador: Ésta es la historia de la gran batalla que sostuvo Rikki-tikki-tavi, sin ayuda de nadie, en los cuartos de baño del gran bungalow que había en el acuartelamiento de Segowlee. Era una mangosta, parecida a un gato pequeño en la piel y la cola, pero mucho más cercana a una comadreja en la cabeza y las costumbres. Un día, una de las grandes riadas de verano la sacó de la madriguera en que vivía con su padre y su madre, y la arrastró a una zanja al borde de la carretera. Cuando se reanimó, estaba tumbada al calor del sol en mitad del sendero de un jardín, rebozada de barro, y un niño pequeño decía:
Teddy: Una mangosta muerta. Vamos a enterrarla.
Madre: No, vamos a meterla dentro para secarla. Puede que no esté muerta.
Narrador: La llevaron a la casa, y un hombre grande la cogió entre el índice y el pulgar y dijo que no estaba muerta, sino medio ahogada.
Padre: Ahora, no la asusten, y vamos a ver qué hace.
Narrador: Asustar a una mangosta es lo más difícil del mundo y Rikki-tikki hacía honor a su raza. Se puso a dar vueltas alrededor de la mesa; se sentó alisándose la piel y rascándose, y subió al hombro del niño de un salto.
Padre: No te asustes, Teddy. Eso es que quiere hacerse amiga tuya.
Teddy: ¡Ay! Me está haciendo cosquillas debajo de la barbilla y ahora me oliquea en la oreja.
Madre: Pero ¡bueno! ¿Y esto es un animal salvaje? Será que se está portando bien porque hemos sido amables con él.
Padre: Todas las mangostas son así. Si Teddy no la coge por la cola, o intenta meterla en una jaula, se pasará todo el día entrando y saliendo de la casa. Vamos a darle algo de comer.
Narrador: Le dieron un trocito de carne cruda. A Rikki-tikki le gustó muchísimo y entonces empezó a sentirse mejor.
Rikki: Aún me quedan tantas cosas por descubrir en esta casa, que los de mi familia tardarían toda una vida en conseguirlo. Pienso quedarme y enterarme de todo.
Narrador: Se dedicó a dar vueltas por la casa durante el resto del día. Al anochecer se metió en el cuarto de Teddy y cuando Teddy se metió en la cama, Rikki-tikki hizo lo mismo; pero era un compañero muy inquieto, porque tenía que estar levantándose toda la noche, cada vez que oía un ruido, para ver de dónde venía. A última hora, la madre y el padre de Teddy entraron a echar un vistazo a su hijo, y Rikki-tikki estaba despierta encima de la almohada.
Madre: Esto no me gusta. Puede que muerda al niño.
Padre: No va a hacer nada semejante. Teddy está más seguro con esa fierecilla que si tuviera a un sabueso vigilándolo. Si ahora mismo entrara una serpiente en este cuarto...
Madre: No me asustes, no quiero ni pensar en algo tan horrible.
Narrador: Por la mañana temprano, Rikki-tikki fue a la terraza a desayunar, montada sobre el hombro de Teddy. Después Rikki-tikki se fue al jardín para ver si había algo que mereciera la pena.
Rikki: Esto es un coto de caza espléndido.
Narrador: Correteó por todo el jardín, olisqueando por aquí y por allí hasta que oyó unas voces muy tristes que venían de un espino. Era Darzee, el pájaro tejedor, y su mujer, que estaban sentados en el borde del nido, llorando.
Rikki: ¿Qué ocurre?
Darzee: Estamos desolados. Uno de nuestros hijos se cayó del nido ayer, y Nag se lo comió.
Rikki: ¡Hmm!, eso es muy triste..., pero yo no soy de aquí. ¿Quién es Nag?
Narrador: Entonces fue saliendo de la hierba la cabeza y la capucha abierta de Nag, la enorme cobra negra, y miró a Rikki-tikki con esos ojos tan malvados que tienen las serpientes, que nunca cambian de expresión, piensen lo que piensen.
Nag: ¿Que quién es Nag? Yo soy Nag. ¡Mírame y tiembla!
Rikki: Bueno, ¿te parece bonito comerse a las crías que se caen de los nidos?
Narrador: Nag sabía que, si empezaba a haber mangostas en el jardín, acabaría significando una muerte segura para él y su familia, tarde o temprano, pero quería coger a Rikki-tikki desprevenida. Dejó caer un poco la cabeza hacia un lado.
Nag: Hablemos. Tú comes huevos. Y yo, ¿por qué no voy a poder comer pájaros?
Darzee: ¡Detrás! ¡Mira detrás de ti!
Narrador: Rikki-tikki dio un salto hacia arriba y justo por debajo de ella pasó silbando la cabeza de Nagaina, la malvada esposa de Nag. Rikki-tikki cayó casi encima de su espalda y, de haber sido una mangosta vieja, habría sabido que ése era el momento adecuado para romperle el espinazo de un mordisco. Mordió, pero no durante el tiempo suficiente, dejando a Nagaina herida y furiosa.
Nag: ¡Darzee! ¡Malvado! ¡Malvado!
Narrador: Nag y Nagaina desaparecieron entre la hierba. Rikki-tikki era consciente de ser una mangosta joven, y precisamente por ello, estaba muy satisfecha de haber esquivado un ataque por la espalda. Le dio confianza en sí misma, y cuando Teddy se acercó corriendo por el sendero, Rikki-tikki estaba dispuesta a dejarse acariciar.
Pero justo en el momento en que Teddy se agachaba, algo dio un respingo en el polvo, y su vocecita dijo:
Karait: ¡Cuidado! ¡Soy la muerte!
Narrador: Era Karait, la culebra diminuta de color marrón y cuyo mordisco es tan peligroso como el de la cobra. Rikki-tikki se lanzó, cayó encima de la serpiente, mordió lo más cerca de la cabeza que llegó, y se alejó rodando. Aquel mordisco dejó a Karait paralizada. Teddy se volvió hacia la casa, gritando:
Teddy: ¡Miren! ¡Nuestra mangosta está matando una serpiente!
Narrador: Aquella noche, en cuanto Teddy se durmió, fue a darse un paseo nocturno por la casa, y en la mitad de la oscuridad se encontró con Chuchundra, el ratón almizclero, correteando pegado a la pared. Chuchundra se pasa toda la noche lloriqueando y haciendo gorgoritos, intentando decidirse a salir al centro de la habitación, pero nunca consigue llegar.
Chuchundra: No me mates. Rikki-tikki, no me mates.
Rikki: ¿Tú crees que el que mata serpientes mata ratones almizcleros?
Chuchundra: Los que matan serpientes son matados por serpientes. ¿Y cómo voy a estar seguro de que Nag no me confunda contigo en una noche oscura?
Rikki: No hay ningún peligro; además, Nag está en el jardín, y sé que tú no sales nunca.
Chuchundra: Mi prima Chua, la rata, me ha dicho...
Rikki: ¿Te ha dicho qué?
Chuchundra: ¡Sssh! Nag está en todas partes, Rikki-tikki. Deberías haber hablado con Chua en el jardín.
Rikki: Pues no he hablado con ella..., así que tienes que decírmelo tú. ¡Rápido, Chuchundra, o te doy un mordisco!
Chuchundra: Soy un pobre desgraciado. Nunca he tenido el suficiente valor para salir al centro de la habitación. ¡Sssh! Es mejor que no te diga nada. ¿No oyes algo, Rikki-tikki?
Rikki: Es Nag o Nagaina y está deslizándose por la compuerta del cuarto de baño. Tienes razón, Chuchundra.
Narrador: Se dirigió sigilosamente al cuarto de la madre de Teddy. Oyó a Nag y Nagaina cuchicheando fuera, a la luz de la luna.
Nagaina: Cuando no quede gente en la casa, se tendrá que ir, y entonces volveremos a tener el jardín para nosotros solos. No hagas ruido al entrar, y recuerda que el hombre que mató a Karait es el primero a quien hay que morder. Luego sal a contármelo, y buscaremos a Rikki-tikki los dos juntos.
Nag: Pero ¿estás segura de que matar a la gente tiene alguna ventaja?
Nagaina: Por supuesto, Nag. Cuando no había gente en la casa, ¿teníamos una mangosta en el jardín? Mientras el bungalow esté vacío, seremos el rey y la reina del jardín; y recuerda que, cuando se abran los huevos que hemos puesto en el melonar (cosa que puede ocurrir mañana), a los pequeños les va a hacer falta más espacio y tranquilidad.
Nag: No había pensado en eso, Nagaina. Iré, pero no es necesario que busquemos a Rikki-tikki después. Yo voy a matar al hombre grande y a su mujer, y al niño si puedo, y a irme tranquilamente. Entonces el bungalow estará vacío, y Rikki-tikki se irá.
Narrador: Entonces apareció la cabeza de Nag por la compuerta de desagüe del cuarto de baño, con sus casi dos metros de cuerpo helado detrás. Nag se enroscó, levantó la cabeza, y miró al interior del cuarto de baño en la oscuridad, y Rikki vio cómo le brillaban los ojos.
Rikki: Bueno..., si lo mato aquí Nagaina se enterará: y si lucho con él en mitad de la habitación, todas las probabilidades están a su favor. ¿Qué debo hacer?
Nag: A ver..., cuando mataron a Karait, el hombre grande llevaba un palo. Puede que aún lo tenga, pero cuando venga a bañarse por la mañana no lo traerá. Voy a esperar aquí hasta que entre. Nagaina..., ¿me oyes? Voy a esperar aquí, al fresco, hasta que llegue el día.
Narrador: No hubo contestación desde fuera, por lo que Rikki-tikki supo que Nagaina se había marchado. Rikki-tikki se quedó tan quieta como un muerto. Al cabo de una hora empezó a moverse. Nag estaba dormido, y Rikki-tikki contempló su inmensa espalda, pensando en cuál sería el mejor sitio para dar un mordisco.
Rikki: Si no le parto el espinazo al primer salto, podrá seguir luchando, y, como luche..., ¡ay, Rikki! Tendrá que ser en la cabeza; en la cabeza, por encima de la capucha, y una vez que esté ahí, no debo soltar.
Narrador: Entonces se lanzó sobre la cabeza de Nag mordiéndola cada vez con más fuerza. Después se vio zarandeada de un lado a otro, como una rata cogida por un perro. Estaba mareada, dolorida, y le parecía estar hecha pedazos cuando, de repente algo estalló como un trueno justo detrás de ella. El hombre grande se había despertado con el ruido, y había disparado los dos cañones de una escopeta recortada justo detrás de la capucha de Nag.
Padre: Aquí tenemos a la mangosta otra vez, Alice; ahora nuestra amiga nos ha salvado la vida a nosotros.
Narrador: Al llegar la mañana, casi no podía moverse, pero estaba muy satisfecha de sus hazañas.
Rikki: Ahora tengo que arreglar cuentas con Nagaina, y va a ser peor que cinco Nags, y además, no hay manera de saber cuándo van a empezar a abrirse los huevos de los que hablaba. ¡Caramba! Tengo que hablar con Darzee.
Narrador: Sin esperar al desayuno, Rikki-tikki fue corriendo al espino, donde encontró a Darzee cantando una canción triunfal a pleno pulmón.
Rikki: ¡Bah, estúpido montón de plumas sin seso! ¿Crees que es éste momento para ponerse a cantar?
Darzee: ¡Nag está muerto..., muerto..., muerto! La valiente Rikki-tikki lo agarró por la cabeza y no lo soltó. ¡El hombre grande trajo el palo que hace ruido y Nag quedó partido en dos! No volverá a comerse a mis pequeños.
Rikki: Todo eso es cierto; pero ¿dónde está Nagaina?
Darzee: Nagaina llegó a la compuerta del cuarto de baño y llamó a Nag. Y Nag salió colgado de un palo, porque el hombre que barre lo cogió así y lo tiró al estercolero. ¡Cantemos a la gran Rikki-tikki, la de los ojos rojos!
Rikki: ¡Si pudiera llegar a tu nido, echaría al suelo todas tus crías! No sabes lo que hay que hacer, ni cuándo hacerlo. Tú estarás muy seguro ahí arriba, en tu nido, pero yo estoy en plena guerra. Deja de cantar un momento, Darzee.
Darzee: Por complacer a la grande y hermosa Rikki-tikki, pararé. ¿Qué quieres, justiciera de Nag, el Terrible?
Rikki: Por tercera vez, ¿dónde está Nagaina?
Darzee: En el estercolero, junto a los establos, llorando la muerte de Nag. ¡Qué grande es Rikki-tikki, la de los dientes blancos!
Rikki: ¡Vete a paseo con mis dientes blancos! ¿Sabes dónde guarda sus huevos?
Darzee: En el melonar, en el lado que está más cerca de la pared, donde da el sol durante todo el día. Los escondió allí hace semanas ya.
Rikki: ¿Y no se te había ocurrido que sería buena idea contármelo? ¿En el lado que está más cerca de la pared, has dicho?
Darzee: Rikki-tikki, ¡no irás a comerte los huevos!
Rikki: No; a comérmelos, precisamente, no. Darzee, si tienes una pizca de sentido común, irás volando a los establos y harás como si se te hubiera roto un ala, dejando que Nagaina te persiga hasta este arbusto. Yo tengo que llegar al melonar, pero si voy ahora me va a ver.
Narrador: Darzee era un animalillo con la cabeza llena de serrín. Pero su esposa era un pájaro sensato, y sabía que los huevos de cobra significaban cobras jóvenes al cabo de algún tiempo; por eso salió volando del nido dejando que Darzee se quedara dando calor a los pequeños y cantando sobre la muerte de Nag. Darzee se parecía bastante a un hombre en algunas cosas.
Ella se puso a revolotear delante de Nagaina, junto al estercolero, y gritó:
Esposa de Darzee: ¡Ay, tengo un ala rota! El niño de la casa me ha tirado una piedra y me la ha roto.
Nagaina: Tú avisaste a Rikki-tikki cuando yo iba a matarla. Y, la verdad sea dicha, has cogido un sitio muy malo para ponerte a cojear.
Esposa de Darzee: ¡El niño me la ha roto con una piedra!
Nagaina: Bueno, pues puede que te sirva de consuelo saber que, cuando estés muerta, yo arreglaré cuentas con ese niño. Mi marido yace en el estercolero esta mañana, pero, antes de que caiga la noche, el niño de la casa también yacerá inmóvil. ¿De qué sirve intentar escapar? Te voy a coger de todas formas. ¡Tonta! ¡Mírame!
Narrador: La mujer de Darzee era demasiado lista para hacerle caso, porque un pájaro que mira a una serpiente a los ojos se queda tan asustado que no puede moverse. Rikki-tikki las oyó y se apresuró hacia el lado del melonar que estaba más cerca de la pared. Allí, en un lecho de paja, hábilmente ocultos entre los melones, encontró veinticinco huevos más o menos del tamaño de los de una gallina, pero cubiertos de piel blanquecina en lugar de cáscara.
Rikki: Menos mal que he venido hoy.
Narrador: Rikki-tikki sabía que, en cuanto rompieran los huevos, ya tendrían fuerza para matar a un hombre o a una mangosta. Fue mordiendo la punta de cada huevo, asegurándose de aplastar las cobritas. En ese momento, oyó a la mujer de Darzee gritando:
Esposa de Darzee: Rikki-tikki, he llevado a Nagaina hacia la casa, y ha subido a la terraza, y, ay, ven corriendo... ¡Va a matar!
Narrador: Rikki-tikki con el último huevo que le quedaba por aplastar en la boca, rodó hacia atrás por el melonar dirigiéndose hacia la terraza todo lo deprisa que le permitían las patas. Teddy, su padre, y la madre, estaban sentados a la mesa para desayunar. Parecían estatuas, y tenían las caras blancas. Nagaina estaba junto a la silla de Teddy, tan cerca de la pierna desnuda del niño, que podía lanzarse sobre ella sin ningún esfuerzo.
Nagaina: Hijo del hombre grande que mató a Nag, no te muevas. Aún no estoy preparada. Espera un poco. Quédense muy quietos, los tres. Si se mueven, ataco, y si no se mueven, también ataco. ¡Ay, esta gente estúpida, que mató a mi Nag...!
Narrador: Teddy no apartaba los ojos de su padre, y éste no podía hacer más que susurrar:
Padre: Estate quieto, Teddy. No te muevas. Teddy, estate quieto.
Narrador: Entonces se acercó Rikki-tikki y gritó:
Rikki: Date la vuelta, Nagaina. ¡Date la vuelta y lucha!
Nagaina: Cada cosa a su tiempo. Voy a arreglar cuentas contigo en seguida. Mira a tus amigos, Rikki-tikki. Están quietos y blancos; tienen miedo. No se atreven a moverse y, si tú te acercas un paso más, los atacaré.
Rikki: Ve a ver tus huevos el melonar, junto a la pared. Ve a mirar, Nagaina.
Nagaina: ¡Aah! Dame ese huevo que llevas.
Narrador: Rikki-tikki puso las patas una a cada lado del huevo; tenía los ojos ensangrentados.
Rikki: ¿Cuál es el precio de un huevo de serpiente? ¿Y el de una cobra joven? ¿Y el de una cobra gigante joven? ¿y el de la última..., la ultimísima de una nidada? Las hormigas se están comiendo las demás ahí abajo, en el melonar.
Narrador: Nagaina giró en redondo, olvidándose de todo por aquel único huevo; y Rikki-tikki vio cómo el brazo del padre de Teddy salía disparado, agarraba al niño por el hombro y lo pasaba por encima de la mesa y de las tazas de té, poniéndolo fuera del alcance de Nagaina.
Rikki: ¡Te lo has creído! ¡Te lo has creído! ¡Te lo has creído! El niño está a salvo y fui yo..., yo, yo..., quien cogió a Nag por la capucha ayer por la noche, en el cuarto de baño. Me sacudió hacia todos lados, pero no logró librarse de mí. Estaba muerto antes de que el hombre grande lo volara en pedazos. Fui yo. ¡Rikki-tikki! Anda, ven, Nagaina. Ven a luchar conmigo. Ya te queda poco de ser viuda.
Nagaina comprendió que había perdido su oportunidad de matar a Teddy, y que el huevo estaba entre las patas de Rikki-tikki.
Nagaina: Dame el huevo, Rikki-tikki. Dame el último de mis huevos y me iré y no volveré jamás.
Rikki: Sí, te irás y no volverás nunca, porque vas a acabar en el estercolero, con Nag. ¡Lucha, viuda! ¡El hombre grande ha ido a buscar su escopeta! ¡Lucha!
Narrador: Rikki-tikki daba saltos alrededor de Nagaina sin parar, manteniéndose justo fuera de su alcance, y sus ojillos parecían un par de brasas. Rikki-tikki se había olvidado del huevo. Seguía encima de la terraza, y Nagaina se fue acercando a él poco a poco, hasta que finalmente lo cogió en la boca, se volvió hacia las escaleras de la terraza, y bajó por el sendero como una flecha. Cuando la serpiente se metió en la ratonera en que había vivido con Nag, la mangosta había logrado clavarle los dientes blancos en la cola; y bajó tras ella..., aunque hay muy pocas mangostas que se atrevan a seguir a una cobra al interior de su agujero. Éste estaba muy oscuro. Entonces la hierba que rodeaba la entrada del agujero dejó de moverse, y Darzee dijo:
Darzee: Estamos desolados.
Narrador: Pero la hierba empezó a moverse otra vez, y Rikki-tikki, cubierta de barro, se arrastró fuera del agujero, sacando las patas de una en una y relamiéndose los bigotes.
Rikki: Todo ha terminado. La viuda no volverá a salir. Ahora voy a volver a la casa. Cuéntaselo al Herrerillo, Darzee, que ya se encargará él de informar a todo el jardín sobre la muerte de Nagaina.
Narrador: Cuando Rikki llegó a la casa, Teddy, la madre y el padre de Teddy salieron y casi se pusieron a llorar encima de ella; y aquella noche comió todo lo que le dieron, hasta que ya no pudo más, y se fue a dormir montada en el hombro de Teddy, y allí estaba cuando la madre fue a echarle un vistazo a última hora.
Madre: Nos ha salvado la vida, y a Teddy también.
Padre: ¡Fíjate! ¡Nos ha salvado la vida a todos!
Narrador: Rikki-tikki se despertó, dando un respingo, porque todas las mangostas tienen un sueño ligero.
Rikki: Ah, son ustedes. ¿De qué se preocupan tanto? Todas las cobras están muertas, y, si queda alguna, aquí estoy yo. 
 

El audio de este relato lo tienes aquí.