domingo, 28 de septiembre de 2014

Garbancito.


Garbancito.


Narrador: Esto era un matrimonio que no tenía familia, y siempre estaba pidiéndole a Dios que les concediera un hijo, aunque fuera como un garbanzo. Tanto se lo pidieron, que al fin tuvieron un hijo, pero tan pequeño como un garbanzo. Por eso le pusieron Garbancito.
Una hora después de nacer le dijo a su madre:
Garbancito: Madre, quiero pan.
Narrador: Y su madre le dio un pan. Garbancito se lo comió en un santiamén. Volvió a pedir pan, y su madre se lo volvió a dar, y luego otro y otro. Así estuvo Garbancito comiendo hasta que dio cuenta de noventa panes, uno detrás de otro.
Al poco tiempo, le dijo a su madre:
Garbancito: Madre, apáñeme usted la burra y el canasto de mi padre, que se lo voy a llevar al campo.
Madre: ¿Pero cómo vas a hacer tú eso con lo pequeño que eres...?
Garbancito: Usted apáñemelo, que ya verá cómo se lo llevo.
Narrador: Pues bueno, la madre le preparó la burra y el canasto, que lo metió en un serón. Garbancito pegó un salto, se subió en el serón y, corriendo por el pescuezo de la burra, llegó hasta una oreja y se metió dentro.
Garbancito: ¡Aarre, burra! ¡Aarre!
Narrador: Así le iba diciendo al animal, que le obedecía. En mitad del camino toparon con unos gitanos, que, al ver una burra sola, dijeron:
Gitano: ¡Uy, una burra sola! Vamos a cogerla.
Narrador: Pero Garbancito dijo:
Garbancito: Dejad a la burra. Dejad a la burra, que no va sola.
Narrador: Al oírlo, los gitanos salieron corriendo despavoridos, creyendo que aquella burra estaba encantada.
Narrador: Cuando llegó a donde estaba su padre, Garbancito dijo:
Garbancito: ¡Soo, burra!
Narrador: La burra se paró y el padre no salía de su asombro.
Garbancito: Apéeme usted, padre, que vengo en la oreja y le traigo el canasto.
Narrador: Así lo hizo el padre muy asombrado y, cuando ya estaba Garbancito en el suelo, va y le dice:
Garbancito: Padre, mientras usted come, podría yo ir haciéndole unos surcos.
Padre: No, hijo, que eres muy pequeño para trabajar.
Garbancito: Que no, padre, ya verá usted cómo lo hago.
Narrador: Y de un salto se subió al yugo y empezó a dirigir los bueyes:
Garbancito: ¡Andaa, Pinto! ¡Ya, ya, Macareno!
Narrador: Los bueyes empezaron a moverse y en poco rato habían terminado de arar. Luego Garbancito llevó a los bueyes a la cuadra y se acostó a descansar en el pesebre del Pinto. Pero este se comió a Garbancito, sin darse cuenta, y cuando llegó el padre empezó a buscarlo y no lo encontraba. Se puso a llamarlo:
Padre: ¡Garbancito!, ¿dónde estás?
Narrador: Y Garbancito le contestó:
Garbancito: ¡En la barriga del Pinto, padre! ¡Mátelo usted y le daré veinticinco!
Narrador: Enseguida mataron al buey Pinto, le rajaron la barriga y se pusieron a buscar en las tripas, pero no hubo manera de dar con Garbancito. Aquella noche llegó el lobo y se comió las tripas del buey, y con ellas a Garbancito.
Iba el lobo por el monte, y Garbancito decía:
Garbancito: ¡Pastores, pastores, que aquí va el lobo! ¡Pastores, pastores, que aquí va el lobo!
Narrador: Salieron todos los pastores de sus cabañas y juntos apalearon al lobo y lo mataron. También le rajaron la barriga para sacar a Garbancito, que decía:
Garbancito: ¡Tened cuidado, no me cortéis a mí!¡Tened cuidado, no me cortéis a mí!
Narrador: Los pastores buscaron por todas las tripas, pero nada, no dieron con él.
Uno de los pastores hizo un tambor con las tripas del lobo, de manera que Garbancito se quedó dentro del tambor.
En esto vinieron unos ladrones, y los pastores salieron corriendo, dejando allí el tambor.
Los ladrones se sentaron al pie de un árbol y empezaron a repartirse el botín; habían robado muchas piezas de oro. Decía el capitán:
Capitán: Esta jarra para ti, esta para ti, y esta otra para mí.
Narrador: Y Garbancito desde dentro del tambor, dijo:
Garbancito: ¿Y para mí?
Capitán: ¡Cómo! ¿Quién ha dicho eso? ¿Hay alguno que no esté conforme?
Narrador: Los demás se miraban unos a otros. Seguía diciendo el capitán:
Capitán: Esta copa para ti, esta para ti y esta para mí.
Narrador: Y Garbancito:
Garbancito: ¿Y para mí no hay nada?
Capitán: ¿Cómo?
Narrador: Exclamó enfurecido el jefe de los ladrones.
Capitán: ¿Quién ha dicho eso?
Narrador: Los demás nada decían, y a esto que Garbancito se pone a tocar el tambor, y los ladrones, de ver un tambor que tocaba solo, echaron a correr que no se les veía el pelo, dejando allí todas las cosas que habían robado.
Garbancito se puso a arañar el tambor con una uña, hasta que hizo un agujerito y pudo salir. Cogió el botín de los ladrones y se presentó en su casa. Sus padres se pusieron muy contentos de verle, y además con tantas cosas de valor. Garbancito dijo a su padre:
Garbancito: Ya le dije a usted que matara a Pinto, que yo le daría veinticinco.
Narrador: Bueno, pues ya eran tan felices, hasta que un día se presentaron
en el pueblo los ladrones. Uno de ellos llevaba mucha sed y se acercó a casa de Garbancito a pedir agua. La madre salió a la puerta y le dio de beber al ladrón en lo primero que cogió a mano, y que era una de las copas robadas. El ladrón, nada más verla, la agarró y dijo:
Capitán: Señora, esta copa es mía. ¿Quién se la ha dado?
Narrador: La madre se asustó y cerró la puerta. Entonces el ladrón fue a contárselo a sus compinches:
Capitán: Ya sé dónde está nuestro tesoro. Esta noche lo robaremos otra vez.
Narrador: Pero Garbancito estaba sin pegar ojo, después de lo que había contado su madre.
Garbancito: Dejad puesta la lumbre, por si acaso.
Narrador: Garbancito se quedó al lado de la chimenea, preparó un montón de aulagas y puso en las llares un caldero de pez. A medianoche sintió cómo los ladrones hablaban en voz baja por el tejado, y el capitán se asomaba a la chimenea, diciendo:
Capitán: Por aquí va a ser. Atadme la cuerda a la cintura, que voy a bajar.
Narrador: En ese momento Garbancito atizó la lumbre, echó de golpe todas las aulagas, soplando muy fuerte, y empezó a hervir la pez. El capitán de los ladrones se puso a gritar:
Capitán: ¡Arriba, que me queman! ¡Arriba, que me queman!
Narrador: Pero no les dio tiempo a sacarlo, sino que cayó directamente en el caldero de pez y allí se quedó pegado y achicharrado y los demás ladrones salieron corriendo y nunca más se les vio por allí. Y colorín colorao, el que no levante el culo también lo tiene achicharrao.


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miércoles, 3 de septiembre de 2014

El ruiseñor







El ruiseñor.
(Hans Christian Andersen. Adaptación)
Narrador: El palacio del Emperador de la China era el más espléndido del mundo entero y el jardín imperial, tan extenso que el propio jardinero no tenía idea de dónde terminaba. Aquel bosque llegaba hasta el mar hondo y azul; grandes embarcaciones podían navegar por debajo de las ramas, y allí vivía un ruiseñor que cantaba tan primorosamente que todos se detenían a escuchar sus trinos.
De todos los países llegaban viajeros a la ciudad imperial, y admiraban el palacio y el jardín; pero en cuanto oían al ruiseñor, exclamaban:
Viajero: ¡Dios santo, y qué hermoso!¡Esto es lo mejor de todo!
Narrador: Un día estaba leyendo el emperador lo que decían acerca de la ciudad, del palacio y del jardín cuando...:
Emperador: «Pero lo mejor de todo es el ruiseñor.» ¿Qué es esto? ¿El ruiseñor? Jamás he oído hablar de él. ¿Es posible que haya un pájaro así en mi imperio, y precisamente en mi jardín? Nadie me ha informado. ¡Está bueno que uno tenga que enterarse de semejantes cosas por los libros!
Narrador: Y mandó llamar al mayordomo de palacio.
Emperador: Según parece, hay aquí un pájaro de lo más notable, llamado ruiseñor. Se dice que es lo mejor que existe en mi imperio; ¿por qué no se me ha informado de este hecho?
Mayordomo: Es la primera vez que oigo hablar de él. Nunca ha sido presentado en la Corte.
Emperador: Pues ordeno que acuda esta noche a cantar en mi presencia. El mundo entero sabe lo que tengo, menos yo.
Mayordomo: Vuestra Majestad Imperial no debe creer todo lo que se escribe; son fantasías.
Emperador: Pero el libro en que lo he leído me lo ha enviado el poderoso Emperador del Japón; por tanto, no puede ser mentiroso. Quiero oír al ruiseñor. Que acuda esta noche a mi presencia para cantar. Si no se presenta mandaré que todos los cortesanos sean pateados en el estómago después de cenar.
Narrador: El mayordomo y media Corte con él estuvieron buscando y preguntado por el notable ruiseñor, conocido por todo el mundo menos por la Corte. Finalmente dieron en la cocina con una pobre muchachita que exclamó:
Muchacha: ¡Dios mío! ¿El ruiseñor? ¡Claro que lo conozco! ¡qué bien canta! Todas las noches me paro a descansar en el bosque y le oigo cantar.
Mayordomo: Pequeña fregaplatos, te daré un empleo fijo en la cocina si puedes traernos al ruiseñor; está citado para esta noche.
Cortesano 1: ¡Oh! ¡Ya lo tenemos! Ahora que caigo en ello, no es la primera vez que lo oigo.
Cortesano 2: ¡Magnífico! Ya lo oigo, suena como las campanillas de la iglesia.
Muchacha: No, eso son ranas. Pero creo que no tardaremos en oírlo. ¡Es él! ¡Escuchen, escuchen! ¡Allí está! Mi pequeño ruiseñor, nuestro Soberano quiere que cantes en su presencia.
Ruiseñor: ¡Con mucho gusto!
Mayordomo: Mi pequeño y excelente ruiseñor tengo el honor de invitarlo a una gran fiesta en palacio esta noche, donde podrá deleitar con su magnífico canto a Su Imperial Majestad.
Ruiseñor: Suena mejor en el bosque....
Narrador: En palacio todo había sido pulido y fregado. Fueron colocadas las flores más exquisitas. En medio del gran salón, habían puesto una percha de oro para el ruiseñor. Toda la Corte estaba presente y el ruiseñor cantó tan deliciosamente que las lágrimas acudieron a los ojos del Soberano. Quedó tan complacido que dijo que le regalaría su chinela de oro para que se la colgase al cuello.
Ruiseñor: He visto lágrimas en los ojos del Emperador; éste es para mí el mejor premio.
Narrador: Realmente el ruiseñor causó sensación. Se quedó en la Corte, en una jaula particular, con libertad para salir dos veces durante el día y una durante la noche. Pusieron a su servicio diez criados, a los cuales estaba sujeto por medio de una cinta de seda que le ataron alrededor de la pierna.
Un buen día el Emperador recibió un gran paquete rotulado: «El ruiseñor».
Emperador: He aquí un nuevo libro acerca de nuestro famoso pájaro.
Narrador: Pero resultó que no era un libro, sino un pequeño ingenio, un ruiseñor artificial, cubierto de diamantes, rubíes y zafiros. Sólo había que darle cuerda y se ponía a cantar una de las melodías que cantaba el de verdad, levantando y bajando la cola.
Emperador: ¡Soberbio! Ahora van a cantar juntos. ¡Qué dúo harán!
Narrador: Y los hicieron cantar a dúo; pero la cosa no marchaba, pues el ruiseñor auténtico lo hacía a su manera y el artificial iba con cuerda. En adelante, el pájaro artificial tuvo que cantar solo. Obtuvo tanto éxito como el otro; además, era mucho más bonito, pues brillaba como un puñado de pulseras y broches. El ruiseñor verdadero sin que nadie se diera cuenta, saliendo por la ventana abierta, volvió a su verde bosque. Mientras tanto, el Director de la Orquesta Imperial aseguraba que el ruiseñor mecánico era muy superior al verdadero.
Director Orquesta Imperial: Fíjense Vuestras Señorías, y especialmente Su Majestad, que con el ruiseñor de carne y hueso nunca se puede saber qué es lo que va a cantar. En cambio, en el artificial todo está determinado de antemano. Se oirá tal cosa y tal otra, y nada más. En él todo tiene su explicación: se puede abrir y poner de manifiesto cómo obra la inteligencia humana, viendo cómo están dispuestas las ruedas, cómo se mueven, cómo una se engrana con la otra.
Todos: ¡Oh!
Narrador: El ruiseñor de verdad fue desterrado del país. El pájaro mecánico estuvo en adelante junto a la cama del Emperador, sobre una almohada de seda. El Director de la Orquesta Imperial escribió una obra de veinticinco tomos sobre el pájaro mecánico; que todo el mundo afirmó haberla leído y entendido, pues de otro modo habrían pasado por tontos y recibido patadas en el estómago. Así transcurrieron las cosas durante un año. Pero he aquí que una noche, estando el pájaro en pleno canto, el Emperador oyó de pronto un «¡crac!» en el interior del mecanismo; algo había saltado. La música cesó.
Fue llamado el relojero, quien manifestó que los pernos estaban gastados y no era posible sustituirlos por otros nuevos que asegurasen el funcionamiento de la música. Desde entonces sólo se pudo hacer cantar al pájaro una vez al año.
Pasaron cinco años, cuando una gran desgracia cayó sobre el país. El Emperador estaba enfermo de muerte. Frío y pálido yacía el Emperador en su grande y suntuoso lecho.
Emperador: ¡Música, música! ¡Oh tú, pajarillo de oro, canta, canta! Te di oro y objetos preciosos, con mi mano te colgué del cuello mi chinela dorada. ¡Canta, canta ya!
Narrador: De pronto resonó un canto maravilloso. Era el pequeño ruiseñor vivo, posado en una rama.
Emperador: Sigue, lindo ruiseñor, sigue. ¡Gracias, gracias! ¡Bien te conozco, avecilla celestial! Te desterré de mi reino; sin embargo, con tus cantos has alejado de mi lecho los malos espíritus, has ahuyentado de mi corazón la Muerte. ¿Cómo podré recompensarte?
Ruiseñor: Ya me has recompensado. Arranqué lágrimas a tus ojos la primera vez que canté para ti; esto no lo olvidaré nunca. Pero ahora duerme y recupera las fuerzas, que yo seguiré cantando.
Narrador: El Soberano quedó sumido en un dulce sueño. El sol entraba por la ventana cuando el Emperador se despertó, sano y fuerte.
Emperador: ¡Nunca te separarás de mi lado! Cantarás cuando te apetezca; y en cuanto al pájaro mecánico, lo romperé en mil pedazos.
Ruiseñor: No lo hagas. Él cumplió su misión mientras pudo; guárdalo como hasta ahora. Yo no puedo anidar ni vivir en palacio, pero permíteme que venga cuando se me ocurra; entonces me posaré junto a la ventana y te cantaré para que estés contento y reflexiones. Te cantaré de los felices y también de los que sufren; y del mal y del bien que se hace a tu alrededor sin tú saberlo. Prefiero tu corazón a tu corona... Pero debes prometerme una cosa.
Emperador: ¡Lo que quieras!
Ruiseñor: Una cosa te pido: que no digas a nadie que tienes un pajarito que te cuenta todas las cosas. ¡Saldrás ganando!


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