miércoles, 21 de diciembre de 2011

Luna



Luna.
Adaptado del cuento de Kestutis Kasparavicius.
Cosas que a veces pasan.” Edit. Thule).



Cuando el Sol se pone por detrás del bosque, Luna sale por el otro lado, por detrás de los arbustos.
También brilla, con una pálida luz plateada. A veces es redonda como un plato, a veces delgada como la letra C. Todo depende de si ha comido o tiene hambre. Dicen que Luna come estrellas, aunque yo no he notado que haya menos estrellas en el cielo.
Murciélagos, polillas y búhos nocturnos son buenos amigos de ella, pero los mejores amigos de Luna son los perros guardianes. Cuando aparece en el cielo, alzan la cabeza bien arriba y aúllan lastimeramente. A Luna le gusta escuchar las canciones tristes de los perros...
A veces Luna baja del cielo para charlar con algún perro que está especialmente melancólico. Se arrellana sobre la casita del perro y escucha con atención sus problemas. Luna le da algún buen consejo, le dice cómo sobrellevar mejor su vida, lo acaricia con suavidad y regresa al cielo.
El perro se tranquiliza, se acurruca cómodamente junto a su casita y observa con cariño a Luna en lo alto del cielo.
Hasta que amanece y el rojo y cálido Sol sale por detrás para despertarle.

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martes, 1 de noviembre de 2011

El boticario de la isla de San Luis.


El boticario de la Isla de San Luís.
(Adaptado de Gudule)

Hace mucho, mucho tiempo vivía en París un viejo boticario famoso por su talento. Sus ungüentos hacían maravillas. Anselmo, que así se llamaba este hombre, era altanero y sin ninguna compasión por las desdichas ajenas.

Anselmo: ¡No soy un curandero al que se le paga con huevos u hortalizas! ¡Necesito dinero constante y sonante!

Como se ve le intersaba más el beneficio que podía obtener con su oficio que aliviar los males de sus semejantes.

Anselmo: ¡La salud no tiene precio! ¡Por eso, es privilegio de los ricos!

Al final, consiguió que todos sus clientes perteneciesen a la mejor sociedad.
Un día entró en su botica una muchacha vestida con harapos con la intención de conseguir un remedio que aliviara los dolores de su abuela, aquejada de reumatismo. Anselmo se disponía a echarla cuando se lo pensó mejor. Aquella miserable era verdaderamente atractiva a pesar de su aspecto.

Anselmo: No quiero dinero. Sin embargo, necesito una criada. Si trabajas para mí, curaré a tu abuela.

Y la muchacha aceptó agradecida.
El boticario le dio ropa limpia y le ordenó que se aseara. Cuando la muchacha se presentó de nuevo ante él, Anselmo comprobó que no se había equivocado: la joven lo tenía todo para agradar.

Anselmo: ¿Cómo te llamas?
Marinette: Marinette.
Anselmo: Pues bien, Marinette, a partir de hoy ésta será tu casa.

Marinette demostró al poco tiempo que no sólo era hermosa y trabajadora, sino que además tenía un excelente carácter. Tanto es así, que el boticario, que no quería a nadie, se enamoró de ella.

Anselmo: ¿Quieres casarte conmigo?
Marinette: ¡Mi abuela le convendría más!
Anselmo: Si me aceptas como prometido, te confiaré la llave del sótano.

El sótano, donde Anselmo se encerraba todo el día, intrigaba muchísimo a la muchacha. El boticario no dejaba que Marinette metiera allí sus narices, bajo ningún concepto. Astutamente, ella observó:

Marinette: En ese caso, sería diferente...
Anselmo: Entonces, ¿me aceptas?
Marinette: A cambio de la llave, sí.

Él se la entregó con la advertencia de que tenía prohibido usarla antes de la boda.

Anselmo: La apertura de esa puerta será mi regalo de boda. Una futura mujer casada debe tener paciencia.

Pero lo primero que hizo Marinette, por supuesto, fue desobedecer aprovechando que su patrón salía. Cuando bajó las escaleras se llenó de indignación al ver a siete duendes atareados en el sótano.
Marinette: ¡Menudo granuja! ¡Qué sinvergüenza! !Así que su reputación era inmerecida!
Duende 1: ¡Desde luego! Toda su reputación se la debe a esta esclavitud en la que nos tiene consumidos. ¡Ya hace más de cincuenta años que no vemos el sol!
Duende 2: Y que no comemos más que trigo rancio. ¡Un trigo que ni las palomas querrían comer!
Duende 3: ¡Por no hablar de los castigos que nos impone cuando somos demasiado lentos para su gusto! Al principio éramos ocho. ¡Pero uno de los nuestros murió a causa de la paliza que recibió por dormirse sobre su brebaje!
Marinette: ¡Voy a liberaros ahora mismo!
Duende 1: ¿Y adónde iremos?
Duende 2: ¡Nuestro bosque está tan lejos!
Duende 3: ¡Y, además, Anselmo se vengará!
Duende 1: Nos exterminará a todos.
Duende 2: ¡Empezando por ti, generosa muchacha!
Duendes 1, 2, 3: ¡No, no, quedémonos aquí! ¡Somos demasiado viejos para morir!
Marinette: No seáis tan cobardes. Todos habremos huído para cuando el vuelva. ¡Venga, yo abriré la marcha!

Apenas hubo caminado tres pasos, se encontró de bruces con el boticario que había regresado antes de lo previsto.

Anselmo: ¡Miserable! ¡Me has desobedecido! ¡Voy a hacerte pagar muy cara tu traición!

Pero entonces sucedió algo increíble. Aquellos duendes que se habían mostrado tan temerosos, saltaron sobre el agresor para defender a la muchacha; y es que, la gratitud de las gentes del bolque, es más fuerte que el miedo.
Hicieron tanto y tan bien su trabajo, que el boticario quedó sordo, ciego e impotente para el resto de sus días. Marinette se casó con él y después lo encerró en el sótano donde lo alimentó sólo de trigo rancio. A los duendes, en cambio, les dio la habitación más soleada de la casa y los alimentó con aquello que más les gustaba. Más tarde, con la ayuda de su abuela, reabrió la botica como si no hubiese pasado nada. Y todo París pregonaba con ardor que Marinette era una bendición que no sólo hacía remedios tan buenos como los de su marido, sino que también atendía a los pobres como a los ricos.

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domingo, 2 de octubre de 2011

El valor de la verdad.


El Valor de la verdad.
(Cuento tradicional chino)

Hace mucho, en la lejana China, vivía un príncipe inteligente y honesto llamado Li-Yung. Como se acercaba el momento en que Li-Yung había de ser coronado emperador, los consejeros del reino decidieron que debía casarse. Entonces, el príncipe dijo:
Elegiré a mi esposa entre todas las muchachas del reino. Dentro de una semana las espero en palacio. Anunciad mis intenciones.
La noticia corrió como el viento que mece las cañas de bambú. Todas las jóvenes recibieron ilusionadas aquel anuncio.
Y amaneció el gran día. Los jardines imperiales bullían de agitación y las muchachas esperaban nerviosas la llegada del príncipe. Oculta tras los magnolios, la hermosa Saomín, hija de dos sirvientes de palacio, observaba la escena.
Cuando la elegante figura del príncipe apareció en la escalinata, se hizo un profundo silencio: súbitamente, cesaron los murmullos y solo se oyó el rumor del agua de las fuentes. Dirigiéndose a la multitud, Li-Yung dijo:
Quiero anunciaros que mi elegida será la muchacha que consiga hacer brotar la planta más hermosa de estas semillas que os serán entregadas.
El príncipe sacó entonces una bolsa de seda, llena de diminutas semillas y comenzó a repartirlas con ayuda de algunos sirvientes.
Cuando hayan pasado seis meses, debéis volver con vuestras plantas. Entonces sabremos quién es la elegida.
Saomín no se perdía ningún detalle. Sintiéndose arropada por la multitud, se acercó un poco más. Y fue entonces cuando la sobresaltó una voz cálida:
Y tú, ¿no quieres una semilla?
La joven levantó los ojos y vio… ¡al mismísimo príncipe! Durante un segundo, sus miradas se encontraron. El corazón de la muchacha latía apresurado. Con las mejillas encendidas de rubor, Saomín extendió la mano y tomó el obsequio que le ofrecía el príncipe.
Desde aquel instante, Saomín sólo vivió para cuidar su semilla, pero su padre la disuadía con estas palabras:
No te empeñes, hija. Habrá muchachas que tengan jardineros cuidando día y noche sus semillas.
Y la madre añadía con tristeza:
Además, ¿crees que el príncipe se casaría con una sirvienta?
Pero Saomín seguía cuidando afanosamente su tesoro: regaba la tierra, la protegía del viento, la acercaba al tibio sol… Así fue pasando el tiempo, pero, a pesar de tantos cuidados, la tierra no ofrecía ninguna esperanza de vida.
La víspera de cumplirse el plazo fijado por el príncipe, la madre de Saomín, intentó animar:
- No te aflijas por el resultado. Has hecho cuanto has podido.
De todas formas, mañana iré a palacio. Al menos veré al príncipe por última vez.
Los padres de Saomín intentaron disuadirla:
¡No puedes presentarte con una maceta de tierra!
Pero fue inútil. Al día siguiente, muy temprano, la joven llegó al jardín imperial. Poco a poco aparecieron las demás muchachas. Todas llevaban plantas bellísimas. Saomín esperó en un rincón la llegada del príncipe.
¡Qué plantas tan magníficas! ¡Son realmente asombrosas!
Entonces, viendo que Saomín no se acercaba, se dirigió a ella y le preguntó:
¿Y tú?¿Qué has traído?
Ella, avergonzada, respondió:
Señor, aunque me esforcé mucho, no he conseguido obtener ningún fruto.
El príncipe guardó silencio unos segundos y luego dijo satisfecho:
No tengo duda. Tú eres la elegida por mi corazón. Si me aceptas, serás la emperatriz.
A continuación, el príncipe explicó su veredicto:
Sólo ella ha sido sincera y valiente. Las semillas que repartí eran estériles. No era posible que de ellas brotara nada.
Pocos días después, Li-Yung y Saomín se casaron y ningún viento mudó nunca la feliz suerte del emperador y su esposa.

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jueves, 1 de septiembre de 2011

Caperucita Roja

Caperucita Roja.
(Texto adaptado de Perrault y hermanos Grimm)


Había una vez una niña en un pueblo, la más bonita que jamás se hubiera visto a la que su madre y su abuela querían con locura. La abuela le había hecho una caperuza roja para cuando saliera al campo y, por eso, todo el mundo terminó por llamarla Caperucita Roja.
Un día su madre, después de preparar unas tortas, le dijo.
-Anda a ver cómo está tu abuela, que ya sabes que ha caído enferma; llévale esta torta y un tarrito de mantequilla. Y procura no perder tiempo en el camino...
Para llegar a la aldea donde vivía su abuela Caperucita tenía que atravesar el bosque, y apenas se adentró en él se encontró con el señor lobo, que tuvo muchas ganas de comérsela, pero no se atrevió porque unos leñadores andaban por ahí cerca. Él le preguntó:
-¿Se puede saber hacia dónde vas tan presurosa?
La pobre niña, que no sabía que era peligroso detenerse a hablar con un lobo, le dijo:
-Voy a ver a mi abuela, y le llevo una torta y un tarrito de mantequilla que mi madre le envía.
-¿Vive muy lejos?
-¡Oh, sí!, más allá del molino que se ve allá lejos, en la primera casita de la aldea.
-Pues bien, yo también quiero ir a verla; te propongo un juego yo iré por este camino, y tú por aquél, y veremos quién llega primero.
El lobo partió corriendo a toda velocidad por el camino que era más corto y la niña se fue por el más largo entreteniéndose en coger avellanas, en correr tras las mariposas y en hacer ramos con las florecillas que encontraba. Poco tardó el lobo en llegar a casa de la abuela.
-¿Quién es?
-Es tu nieta, Caperucita Roja, que te trae una torta y un tarrito de mantequilla de parte de mamá.
La cándida abuela, que estaba en cama porque no se sentía bien, le gritó:
-Tira la aldaba y el cerrojo caerá.
Y la puerta se abrió. Se abalanzó sobre la buena mujer y la devoró en un santiamén. En seguida cerró la puerta y fue a acostarse en el lecho de la abuela, esperando a Caperucita Roja quien, un rato después, llamó a la puerta:
-¿Quién es?
Caperucita Roja, al oír la ronca voz del lobo, primero se asustó, pero creyendo que su abuela estaba resfriada, contestó:
-Soy tu nieta, Caperucita, te traigo una torta y un tarrito de mantequilla que mi mamá te envía.
-La puerta está abierta. Levanta el pestillo y pasa, nietecita.
Caperucita Roja alzó el pestillo y la puerta se abrió. El lobo, al verla entrar, se ocultó lo mejor que pudo entre las sábanasy le dijo:
-Deja la torta y el tarrito de mantequilla en la repisa y ven a acostarte conmigo.
Caperucita Roja se desvistió y se metió en la cama y quedó muy asombrada al ver la forma de su abuela en camisa de dormir.
-Abuela, ¡qué brazos tan grandes tienes!
-Es para abrazarte mejor, hija mía.
-Abuela, ¡qué piernas tan grandes tiene!
-Es para correr mejor, hija mía.
Abuela, ¡qué orejas tan grandes tiene!
-Es para oírte mejor, hija mía.
-Abuela, ¡qué ojos tan grandes tiene!
-Es para verte mejor, hija mía.
-Abuela, ¡qué dientes tan grandes tiene!
-¡Es para comerte mejor!
Y, diciendo esto, el lobo saltó de la cama y se tragó a la pobre Caperucita Roja. Cuando el mal bicho estuvo harto, se metió nuevamente en la cama y se quedó dormido, roncando ruidosamente.
He aquí que acertó a pasar por allí un cazador...
-¡Caramba, cómo ronca la anciana! ¡Voy a entrar, no fuera que le ocurriese algo!
Entró en el cuarto y, al acercarse a la cama, vio al lobo que dormía en ella.
- ¡Ajá! ¡Por fin te encuentro, viejo bribón! ¡No llevo poco tiempo buscándote!
Y se disponía ya a dispararle un tiro, cuando se le ocurrió que tal vez la fiera habría devorado a la abuelita y que quizás estuviese aún a tiempo de salvarla. Dejó, pues, la escopeta, y, con unas tijeras, se puso a abrir la barriga de la fiera dormida. A los primeros tijerazos, pudo sacar a la niña y a la abuelita vivas aún, aunque casi ahogadas. Caperucita corrió a buscar gruesas piedras, y con ellas llenaron la barriga del lobo. Éste, al despertarse, trató de escapar; pero las piedras pesaban tanto, que cayó al suelo muerto.
Los tres estaban la mar de contentos. El cazador despellejó al lobo y se marchó con la piel; la abuelita se comió la torta y se sintió muy restablecida. Y, entretanto, Caperucita pensaba:
-«Nunca más, cuando vaya sola, me apartaré del camino desobedeciendo a mi mamá».

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domingo, 5 de junio de 2011

Dos duendes y dos deseos.







DOS DUENDES Y DOS DESEOS.
Hubo una vez, hace muchísimo tiempo, tanto que ni siquiera el existían el día y la noche, y en la tierra sólo vivían criaturas mágicas y extrañas, dos pequeños duendes que soñaban con saltar tan alto, que pudieran llegar a atrapar las nubes.
Un día, la Gran Hada de los Cielos los descubrió saltando una y otra vez, tratando de atrapar unas ligeras nubes que pasaban a gran velocidad. Tanto le divirtió aquel juego, y tanto se rio, que decidió regalar un don mágico a cada uno.
- ¿Qué es lo que más desearías en la vida? Sólo una cosa, no puedo darte más - preguntó al que parecía más inquieto.
El duende, emocionado por hablar con una de las Grandes Hadas, y ansioso por recibir su deseo, respondió al momento.
- ¡Saltar! ¡Quiero saltar por encima de las montañas! ¡Por encima de las nubes y el viento, y más allá del sol!
- ¿Seguro? ¿No quieres ninguna otra cosa?
El duendecillo, impaciente, contó los años que había pasado soñando con aquel don, y aseguró que nada podría hacerle más feliz. El Hada, convencida, sopló sobre el duende y, al instante, éste saltó tan alto que en unos momentos atravesó las nubes, luego siguió hacia el sol, y finalmente dejaron de verlo camino de las estrellas.
El Hada, entoces, se dirigió al otro duende.
- ¿Y tú?, ¿qué es lo que más quieres?
El segundo duende, de aspecto algo más tranquilo que el primero, se quedó pensativo. Miró al cielo, miró al suelo, volvió a mirar al cielo, se tapó los ojos, se acercó una mano a la oreja, volvió a mirar al suelo, puso un gesto triste, y finalmente respondió:
- Quiero poder atrapar cualquier cosa, sobre todo para sujetar a mi amigo. Se va a matar del golpe cuando caiga.
En ese momento, comenzaron a oír un ruido, como un gritito en la lejanía, que se fue acercando y acercando, sonando cada vez más alto, hasta que pudieron distinguir claramente la cara horrorizada del primer duende ante lo que iba a ser el tortazo más grande de la historia. Pero el hada sopló sobre el segundo duende, y éste pudo atraparlo y salvarle la vida.
Con el corazón casi fuera del pecho y los ojos llenos de lágrimas, el primer duende lamentó haber sido tan impulsivo, y abrazó a su buen amigo, quien por haber pensado un poco antes de pedir su propio deseo, se vio obligado a malgastarlo con él. Y agradecido por su generosidad, el duende saltarín se ofreció a intercambiar los dones. Pero el segundo duende que sabía cuánto deseaba su amigo aquel don, decidió que lo compartirían por turnos. Así, sucesivamente, uno saltaría y el otro tendría que atraparlo, y ambos serían igual de felices.
El hada, conmovida por la amistad de los dos duendes, regaló a cada uno los más bellos objetos que decoraban sus cielos: el sol y la luna. Desde entonces, el duende que recibió el sol salta feliz cada mañana, luciendo ante el mundo su regalo. Y cuando tras todo un día cae a tierra, su amigo evita el golpe, y se prepara para dar su salto, en el que mostrará orgulloso la luz de la luna durante toda la noche.

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viernes, 6 de mayo de 2011

La princesa ratona




                                      LA PRINCESA RATONA.


Había una vez un ratón que pretendía ser el rey de su tribu. Por este motivo le llamaban el rey Ratón, y a su hija, la princesa Ratona. Ratona, vivía con sus padres en un gran arrozal en el más escondido rincón del Japón. Ratona era muy bonita, y sus padres estaban tan orgullosos que no encontraban a nadie digno de jugar con ella. Cuando estuvo en edad de casarse, no aceptaron por yerno a ningún príncipe del reino de los ratones y declararon que sólo se casaría con la princesa Ratona, el personaje más poderoso del mundo. Y como este poderoso personaje no quería aparecer, el rey Ratón, se fue a ver a su tío, un viejo ratón muy sabio; éste declaró que el personaje más poderoso del mundo debía ser el sol, porque sin él, no maduraba el arroz. Entonces, el rey Ratón se fue al encuentro del sol. Trepó sobre la montaña más alta, corrió a lo largo de un arco iris hasta que llegó a la cueva del oeste, donde dormía el sol.
-¿Qué quieres de mi, hermanito? -dijo el sol con benevolencia, al verle.
-Vengo a ofreceros la mano de mi hija, la princesa Ratona, porque vos sois el personaje más poderoso del mundo y nadie más puede ser digno de ella.
-¡Oh!, ¡oh! Te estoy muy agradecido, hermanito, pero la princesa Ratona no puede ser para mí; la nube es más poderosa que yo, porque cuando ella me cubre, yo no puedo brillar,
-¡Oh!, entonces no me interesas -dijo el rey Ratón-. Y se marchó sin decir adiós, mientras el sol se reía y guiñaba el ojo.
El rey Ratón siguió subiendo hasta llegar a la cueva del sur donde dormía la nube.
-¿Qué quieres de mí, hermanito? -dijo la nube al verlo.
-Vengo a ofreceros la mano de mi hija la princesa Ratona, porque sois el personaje más poderoso del mundo. El sol me lo ha dicho y nadie más puede ser digno de ella.
-El sol se ha equivocado -dijo la nube suspirando-. Yo no soy el personaje más poderoso del mundo. El viento es más poderoso que yo, porque cuando sopla no puedo resistirlo y tengo que ir adonde él me lleva.
-Entonces, no me interesas -dijo el rey Ratón con altanería. Y se puso en camino para encontrar al viento.
Viajó días y días por todo el cielo hasta llegar a la cueva del este donde el viento dormía.
Cuando el viento le vio llegar, estalló en tan fuertes carcajadas que hicieron temblar la tierra, y le preguntó:
-¡Oh, oh! ¿Qué quieres de mí, hermanito?
Cuando el rey le dijo que venía a ofrecerle la mano de su hija la princesa Ratona, porque era el personaje más poderoso del mundo, hinchó sus mejillas, dejó oír un silbido terrible y dijo:
-No, yo no soy el más poderoso. La pared que han hecho los hombres es más poderosa que yo, porque no puedo derribarla, a pesar de mis esfuerzos. ¡Ve a buscar a la pared, hermanito!
Y el rey Ratón bajó rodando del cielo y siguió bajando hasta llegar a la pared que habían hecho los hombres y que estaba muy cerca de su arrozal.
-¿Qué quieres de mí, hermanito?
-Vengo a ofreceros la mano de mi hija la princesa Ratona porque sois el personaje más poderoso del mundo, y nadie más es digno de ella.
-¡Oh, oh! Yo no soy el más poderoso. El ratón gris que vive en la cueva es más fuerte que yo. Con sus dientes roe y roe mis ladrillos, los va desmenuzando y acabaré derrumbándome. Ve a buscar al ratón gris, hermanito.
Después de todos sus viajes, el rey Ratón tuvo que casar a su hija con otro ratón, pero la princesa Ratona se puso muy contenta, porque ella siempre había deseado casarse con el ratón gris.

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viernes, 1 de abril de 2011

La historia de Erika


La historia de Erika.
(Adaptación del relato de Ruth Vander Zee).

Conocí a la protagonista de esta historia sentado en un banco con mi mujer frenta al ayuntamiento de Rothenburgo, Alemania. Mirábamos cómo un equipo de limpieza recogía las tejas rotas que un tornado había tirado la noche anterior. Una mujer que estaba sentada a nuestro lado se presentó así misma como Erika y nos preguntó si estábamos de viaje. Le dijimos que durante dos semanas habíamos estado estudiando en Jerusalem. Observé que llevaba al cuello una cadena con la estrella de David, así que le comenté, que después de estar en Israel, habíamos pasado por Austria donde habíamos visitado el campo de concentración de Mathausen. Erika nos dijo que en una ocasión había llegado hasta las mismas puertas de Dachau, pero que no había sido capaz de entrar.
Entonces nos contó su historia...
*
Entre 1.933 y 1.945, seis millones de los míos fueron asesinados. Unos murieron de un tiro. Otros murieron de hambre. Y otros muchos murieron en hornos crematorios o asfixiados en cámaras de gas.
Nací en 1.944. No sé qué nombre me pusieron. No sé en qué ciudad o en qué país vine al mundo. Tampoco sé si tuve hermanos. Lo que sé con certeza, es que cuando apenas tenía unos meses me salvé del Holocausto.

*
Imagino cómo sería la vida de mi familia durante las últimas semanas que pasamos juntos. Imagino a mis padres despojados de cuanto poseían, forzados a vivir en un gueto. Quizás después nos trasladaron a otro lugar. Deberían estar ansiosos por abandonar aquella zona de la ciudad cercada por alambres de espino en la que habían sido recluídos.
*
Me pregunto qué sintieron mientras eran conducidos como un rebaño a la estación de ferrocarril junto con otros cientos de judios. De pie. Apiñados en un vagón para ganado. ¿Qué sentirían al oír el golpe seco del cerrojo de la puerta?
*
Seguramente el tren fue de pueblo en pueblo, atravesando hermosos paisajes, extrañamente ajenos al terror.

*
Me imagino a mi madre acurrucándome entre sus brazos para protegerme del hedor, de los llantos y del miedo que había dentro de aquel vagón. Sin duda, ya sabían que no se dirigían a un buen lugar...

*
Hubo un momento en el que se vieron obligados a tomar la difícil decisión. Mi madre se abriría paso entre la gente para llegar a la pared de madera del vagón -”déjenme paso por favor, por favor...”-, mientras me envolvía con cariño en una manta, susurrando mi nombre, llenándome la cara de besos..., llorando y rezando...

*
Quizá mi madre, cuando el tren redujo la marcha al pasar por un pueblo, miró a través del ventanuco del vagón; y con la ayuda de mi padre, forzó el alambre de espino que cubría el hueco. Probablemente me aupó por encima de su cabeza, hacia la tenue claridad que por allí entraba. Lo único de lo que estoy segura es de lo que ocurrió después.

*
Mi madre me tiró del tren.
La gente que estaba esperando a que pasara el tren junto un paso a nivel vio cómo me arrojaban desde un vagón de ganado.
En su camino hacia la muerte, mi madre me lanzó a la vida.
*
Alguien me recogió y me entregó a una mujer para que me cuidara. Ella arriesgó su vida por mi. Decidió que me llamaría Erika. Me dio un hogar, me alimentó, me vistió y me mandó a la escuela. Fue buena conmigo. A los veinte años me casé con un hombre maravilloso. Él me liberóa de la tristeza que a menudo me embargaba y supo entender mi deseo de formar una familia. Tuvimos tres hijos y ellos tuvieron sus propios hijos. En sus caras, me reconozco a mí misma.

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jueves, 17 de marzo de 2011

La Cenicienta.


La Cenicienta.
(Charles Perrault.Texto adaptado)
Había una vez un hombre que se casó en segundas nupcias con una mujer, la más altanera y orgullosa que jamás se haya visto. Tenía dos hijas por el estilo y que se le parecían en todo.
El marido, por su lado, tenía una hija dulce y bondadosa; condición que había heredado de su madre, la mejor persona del mundo.
Tan pronto se celebró la boda, la madrastra sacó su mal carácter; pues, no podía soportar las cualidades de la joven, que hacían aparecer todavía más odiosas a sus hijas. La obligaba a realizar las tareas más duras de la casa: fregaba el suelo, limpiaba los cuartos, planchaba...; y, a cambio,dormía en el desvan sobre un duro jergón, mientras sus hermanas lo hacían en mullidos lechos y disponían de espejos en los que se podían mirar de cuerpo entero.
La pobre muchacha aguantaba todo con paciencia, y no se atrevía a quejarse ante su padre. Cuando terminaba sus quehaceres, se instalaba en el rincón de la chimenea sentándose sobre las cenizas para descansar, por eso la llamaban Cenicienta; sin embargo, Cenicienta, con sus míseras ropas, era cien veces más hermosa que sus hermanas que andaban tan ricamente vestidas.
Sucedió que un día el hijo del rey dio un baile al que invitó a todas las personas distinguidas; por supuesto, nuestras dos señoritas también fueron invitadas. Estaban tan satisfechas y preocupadas que no hablaban más que de la forma en que irían vestidas y peinadas.
-Yo, me pondré mi vestido de terciopelo rojo y mis adornos de Inglaterra.
-Yo,iré con mi falda sencilla; pero en cambio, me pondré mi abrigo con flores de oro y mi prendedor de brillantes, que no pasarán desapercibidos.
Mientras Cenicienta las peinaba, ellas le decían:
-Cenicienta, ¿te gustaría ir al baile?
-Ay, señoritas, os estáis burlando, eso no es cosa para mí.
-Tienes razón.
Otra les habría arreglado mal los cabellos, pero ella tan buena que las peinó con toda perfección.
Finalmente, llegó el día feliz; partieron las hermanas y cuando Cenicienta las perdió de vista se puso a llorar. Sucedió entonces que su hada madrina al verla anegada en lágrimas se le apareció y le dijo:
-¿Te gustaría ir al baile, no es cierto?
-¡Ay, sí!
-¡Eres una buena chica! Está bien, voy a arreglar las cosas para que vayas. Corre al jardín y trae una calabaza.
Cenicienta le llevó la mejor que encontró y su madrina la vació dejando solamente la cáscara. Luego, la tocó con su varita mágica e instantáneamente la calabaza se convirtió en una carroza dorada.
-Bueno, ahora llévame a la ratonera.¡Alguien tendrá que tirar de este carruaje, ¿no?!
-Enseguida.
-Necesito seis caballos. Muy bien, estos ratones me servirán. Ahí tienes seis hermosos caballos grises. Ahora, llévame a la trampa de las ratas. ¡Ah, estupendo...! Esta rata de imponentes barbas se convertirá en un cochero de precioso bigote.
Y a cada golpe de vara mágica, todo se transformaba según sus deseos...
-Baja al jardín, muchacha. Allí encontrarás seis lagartos detrás de la regadera; tráemelos.
Tan pronto los trajo, la madrina los trocó en seis lacayos que se subieron en seguida a la parte posterior del carruaje. El hada dijo entonces a Cenicienta:
-Bien, ya tienes todo listo para ir al baile.¿Estás contenta?
-Pero, ¿cómo voy a presentarme con este vestido tan viejo?
-¡Eso tiene solución...!
No hizo más que tocarla con su varita, y al momento sus ropas se convirtieron en un magnífico vestido; finalmente le dio un par de zapatillas de cristal, y antes de partir en el carruaje su hada madrina le recomendó:
-Debes regresar antes de la medianoche. Si te quedas en el baile un minuto más, la carroza volverá a convertirse en calabaza, los caballos en ratones, los lacayos en lagartos, y tus viejos vestidos recuperarán su forma primitiva.
-Te prometo que saldré del baile antes de la medianoche.
Al fin partió la carroza llevando en su interior al ser más radiante y feliz.
Avisaron al príncipe de la llegada de una hermosa princesa que nadie conocía. Él corrió a recibirla; y, dándole la mano al bajar del carruaje, la llevó al salón donde todos quedaron absortos contemplando la gran belleza de aquella joven desconocida. Hasta el mismo rey comentó:
-¡Qué hermosa es! Hace mucho tiempo no veía a una joven tan bella y graciosa.
El príncipe bailó y bailó con la bella desconocida y Cenicienta lo hacía con tanta gracia que aún se le admiraba más.
De pronto sonaron unas campanas en el reloj de palacio y Cenicienta con una reverencia se despidió de todos saliendo lo más de prisa que pudo.
Apenas hubo llegado, fue a buscar a su madrina:
-¡Gracias madrina, me habéis hecho tan feliz...! El príncipe me ha pedido que no falte al baile que tendrá lugar mañana.
-Me alegro jovencita. Mañana estarás de nuevo allí. Y ahora debo desaparecer..., tus dos hermanastras están al llegar y no quiero ni verlas.
Y así sucedió efectivamente. Sus dos hermanas se presentaron en el desván que servía de habitación de Cenicienta para ufanarse de la fiesta a la que ellas habían asistido.
-Si hubieras ido al baile no te habrías aburrido; asistió la más bella princesa, la más bella que jamás se haya visto.
-¡Nos hizo mil atenciones, nos dio naranjas y limones...!
-Y..., decidme, ¿cómo se llama tan hermosa joven?
-Nadie lo sabe.
-Ni el mismo príncipe, que bailó sin cesar con ella, fue capaz de pronunciar su nombre en toda la noche.
-¿Tan bonita era? Dios mío, felices vosotras...
Al día siguiente las dos hermanas fueron al baile, y Cenicienta también. El príncipe, nada más verla, no se separó de ella: toda una noche de risas, bailes y palabras que eran susurros de amor... De repente, el implacable reloj de palacio marcó la primera campanada de medianoche y Cenicienta salió corriendo, ligera como una gacela. El príncipe salió tras ella sin poder alcanzarla, sólo pudo recoger una zapatilla de cristal que la joven había perdido en la escalinata de palacio en su precipitada huida.
Cenicienta llegó a casa sofocada, sin carroza, sin lacayos, con el viejo vestido de todos los días...; en un instante, su deslumbrante apariencia había desaparecido, y sólo una zapatilla oculta entre sus manos, igual a la que se le había caído, quedó como recuerdo de aquella maravillosa noche.
A los pocos días el hijo del rey hizo proclamar que se casaría con la persona cuyo pie se ajustara a la zapatilla.
Empezaron probándola con lo pies de princesas, duquesas: ¡toda la corte!, pero fue inútil, a nadie le entraba. Pasaron los días y, al fin, la llevaron a la casa donde vivían las dos hermanas, que hicieron todo lo posible para que el pie cupiera dentro de la zapatilla, pero no pudieron.
-¡Ummh..!, ya entra, ya entra, ¡ummh..! ¡Ay, qué dolor!
Entonces Cenicienta, que había reconocido su zapatilla, pidió humildemente:
-¿Puedo probar si a mí me calza?
-¿Tú, mocosa? ¿Cómo te atreves? No me hagas reír...
-¡Vete a sentarte sobre las cenizas, que es lo tuyo!
-Es los justo. Tengo órdenes de probarla a todas las jóvenes-, dijo el gentilhombre que probaba la zapatilla.
Hizo sentarse a Cenicienta y acercando la zapatilla a su piececito, vio que encajaba sin esfuerzo y que era hecha a su medida.
Grande fue el asombro de las dos hermanas, pero más grande aún cuando Cenicienta sacó de su bolsillo la otra zapatilla y se la puso. En esto llegó la madrina y tocado con su varita el vestido de Cenicienta, lo volvió más deslumbrante que los anteriores.
Cenicienta fue conducida a palacio ante el joven príncipe y pocos días después se casaron con la alegría y el esplendor que ya todos conocéis. Y no me preguntéis qué fue de las dos hermanas: ¡Bien lo sabéis! Y ahora borrad de vuestros rostros esa cara de bobos que se os ha colgado que ya llega la orquesta que tocó en la boda y ¡a bailar!.

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lunes, 28 de febrero de 2011

El Gato con Botas.


El gato con botas.
(Adaptación del cuento de Perrault)

Érase una vez un viejo molinero muy pobre que tenía tres hijos. Cuando murió sólo pudo dejarles el molino, un burro y un gato.
Al pequeño le tocó el gato y se lamentaba diciendo:
-¡Vaya suerte la mía! ¿Qué puedo hacer con un gato? Cuando me haya comido el gato y me haya hecho un manguito con su piel, me moriré de hambre.
-No te apures, yo te serviré. Si me das un saco y unas botas, te demostraré que has recibido la mejor parte de la herencia –dijo el gato.
El muchacho le entregó lo que había pedido y el gato se puso rápidamente las botas y se fue.
Al poco rato, el gato metió en el saco algunas hierbas y se escondió. Un conejo se acercó al saco y, al oler su comida favorita, se metió el solito en la trampa. Con rapidez, el gato salió de su escondite, cerró el saco con el conejo dentro y se lo volvió a echar en al hombro.
Todo orgulloso, se dirigió al palacio del rey.
-Traigo un regalo para el rey.
Cuando tuvo al rey delante de él, hizo una reverencia y exclamó:
-Os traigo este conejo de parte de mi amo, el marqués de Carabás.
-Dile a tu amo que le agradezco el regalo.
Durante los tres meses siguientes, el gato le siguió llevando conejos al rey.
Un día, el rey dijo que quería ir a comer a la orilla del río con su hija. El gato, cuando se enteró, fue a hablar con su amo:
-¡Date prisa, mi amo! ¡Ve a bañarte al río!
-¿Te has vuelto loco?
-¡Venga, al agua!
-¿Qué tramará ese maldito gato?
De pronto, se oyó el carruaje del rey y…
-¡Socorro, socorro! Mi amo el marqués de Carabás se está ahogando y unos bandoleros la han robado la ropa.
-¡Que traigan un traje para el señor marqués!
Cuando el hijo del molinero se puso la ropa tan bonita que le habían traído, parecía un marqués de verdad, y la hija del rey se enamoró de él al instante.
-Subid con nosotros a la carroza –le dijo el monarca.
Mientras tanto, el gato echó a correr y al ver a unos campesinos les dijo:
-Amigos, os propongo una cosa. Si cuando pase el rey le decís que estas tierras son del marqués de Carabás, echaré de vuestras casas a todos los ratones.
Y así fue como, al pasar la carroza del rey, los segadores exclamaban:
-¡Estas tierras son del marqués de Carabás!
El gato, viendo que se dirigían hacia el castillo que había hacia el otro lado del molino, se adelantó para hablar con el ogro que vivía allí.
-¿Qué quieres? –gruñó el ogro con muy mal humor.
-Siento molestaros, gran señor. Me he enterado que tus poderes son inmensos… Dicen que te puedes transformar en todo tipo de animales, incluso en león.
-Así es, te lo voy a demostrar.
Un instante después, en el centro del salón el ogro se había convertido en un terrible león que rugía con toda su potencia.
-¡Oh, magnífico, señor! Es cierto lo que cuentan de ti. ¿También eres capaz de transformarte en un animal muy pequeño? En..., un ratón, por ejemplo…
-Por supuesto, es un juego de niños. ¡Mira!
Y, al momento, el ogro se transformó en un pequeño ratón que se puso a corretear por el suelo.
El gato, nada más verlo, se lanzó sobre él y se lo zampó de un bocado. Y justo en ese momento se oyó el ruido de la carroza real que atravesaba el puente del castillo.
-Señor, ¡bienvenido al castillo del marqués de Carabás! –dijo el gato al rey.
Éste, al comprobar el amor de los jóvenes, dijo:
-Señor marqués, nada me haría más feliz que aceptaseis la mano de mi hija y fueseis mi yerno.
-¡Sería un placer, Majestad!
Y así fue como el hijo del molinero se convirtió en miembro de la realeza. En cuanto al gato, no volvió a trabajar ni a perseguir ratones en toda su vida y se dedicó a coleccionar sus objetos favoritos, que no eran otros que las botas.

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