domingo, 3 de octubre de 2010

Perseo. (1ª Parte)


PERSEO.
(Primera Parte)

Acrisio, rey de Argos, emprendió viaje a Delfos para consultar a la Pitia. Ésta anciana a veces con la ayuda de los dioses podía predecir el futuro. El rey le preguntó:
- ¿Tendré algún día un hijo?
- No, Acrisio, jamás. Sin embargo, tu nieto, te matará…¡y ocupará el trono de Argos!
Acrisio volvió a Argos y en su cabeza no paraba de repetirse:
- ¡Tengo que evitar que mi hija Dánae tenga un hijo! ¡No ha de nacer!
Así ordenó que su hija fuera encerrada en una prisión sin puerta ni ventana y ordenó que nadie se le acercara. Dánae pensó que no tardaría en morir de pena.
Pero desde el Olimpo, Zeus, conmovido por su infortunio y, sobre todo, seducido por su belleza, decidió acudir en su ayuda.
Una noche, el rey de todos los dioses, penetró en la celda en forma de lluvia dorada y adquirió forma humana como un apuesto joven.
-¡No temas, Dánae! Te facilitaré la huida…
Dánae se rindió ante los encantos de Zeus y meses después dio a luz a un niño de una hermosura y una fuerza excepcionales.
-Te llamaré Perseo.
Pero un día, Acrisio, oyó los gritos del recién nacido y descubrió que su hija sostenía en brazos al precioso niño.
-¡Padre, perdónanos la vida!
Entonces metió a Dánae y a su nieto en un gran baúl. Mandó que cerraran y sellaran el cofre y luego le dijo al capitán de la galera real:
-Carga el cofre en tu barco y ordena a tus hombres que lo tiren al mar lejos de toda tierra habitada.
Tiraron el cofre por encima de la borda y, después de varios días flotando a merced de las corrientes, llegó a una playa donde un pescador descerrajó el oxidado candado.
-Son hermosos como dioses… ¡Pobrecillos están medio muertos!
Dictis, el pescador, los protegió y cuidó durante años, mientras Perseo se convertía en un muchacho fuerte y valiente.
Un día, Polidectes, tirano de la isla de Séfiros y hermano del pescador, atraído por la belleza de Dánae, se los llevó a palacio. Polidectes se había enamorado de ella y la cortejeaba continuamente hasta que Dánae no tuvo más remedio que acceder a casarse con Polidectes para asegurar su supervivencia y la de su hijo.
La fiesta fue suntuosa y cada invitado llevó un regalo como exigía la costumbre. Polidectes dijo de repente dirigiéndose a Perseo:
- Y bien, Perseo, ¿qué te parecen todos estos regalos?
- Majestad, no veo más que objetos vulgares y corrientes.
- ¡Presuntuoso! ¿Qué cosa tan original querías que me trajeran?
- ¡Qué sé yo…, la cabeza de Medusa, por ejemplo!
Un murmullo de pavor corrió por entre los invitados: Medusa era la mayor y la más peligrosa de las tres Gorgonas. Sus cabellos eran serpientes venenosas y aquel que se atreviera a mirarla de frente se quedaba petrificado, además nadie sabía dónde vivían aquellas tres hermanas monstruosas.
- Te voy a tomar la palabra, Perseo. Te ordeno que me traigas la cabeza de Medusa. No vuelvas a aparecer por palacio sin ella.
Al día siguiente, Perseo recorría la costa de Séfiros sin saber adónde ir.
De repente, Hermes, el mensajero de los dioses, el de los pies alados, se presentó ante él:
- ¡En menudo lío te has metido muchacho! No se dónde se ocultan las Gorgonas, pero sus tres hermanas, las Grayas, sí que lo saben. Además poseen tres cosas que son necesarias para que lleves a cabo tu misión. Súbete a mi espalda que yo te llevaré.
Hermes le llevó a una región árida y sombría donde habitaban las tres Grayas. No tenían ni un solo diente y las cuencas de sus ojos estaban vacías. Discutían acaloradamente, mientras se pasaban incansablemente de una a otra…¡un ojo y un diente! Entonces, Perseo les arrebató el ojo y el diente mientras se lo pasaban:
- ¿Quién eres? ¿Qué quieres? ¡Devuélvenos nuestro diente y nuestro ojo!
- Con estas dos condiciones: que me digáis dónde puedo encontrar a las Gorgonas y que me deis las tres cosas que me permitirán luchar contra ellas.
-Está bien. Las hallarás en una cueva en los confines del mundo y aquí tienes las sandalias que te permitirán llegar hasta allí, el zurrón mágico y el casco del dios Plutón que te hará invisible. ¡Y ahora devuélvenos lo nuestro!
Antes de partir a los confines del mundo, Hermes le dijo:
- Mira de no mirar a Medusa ni a sus hermanas o te quedarás convertido en piedra. Ah, ten: te regalo mi hoz de oro; te será útil.
Cuando llegó a la guarida de las Gorgonas, por los alrededores no se veían más que estatuas de piedra. Eran todos los que se habían enfrentado a ellas y que habían quedado petrificados por su mirada. Sin embargo, se adentró hasta el fondo de la caverna. Viendo lo difícil que le resultaría su empresa, imploró a Atenea que acudiera en su ayuda. Un resplandor iluminó la gruta… y Atenea pareció con su coraza y sus armas.
-Me conmueve tu valor, Perseo. Aquí tienes mi escudo. ¡Enfréntate a Medusa sirviéndote de su reflejo!
Perseo comprendió que podría acercarse de espaldas a los tres monstruos presentándoles el escudo de la diosa, liso y bruñido como un espejo. Eran verdaderamente repugnantes, el cuerpo cubierto de escamas y puntiagudos colmillos en las fauces. Perseo, siempre de espaldas y guiado por el reflejo del escudo, llegó hasta Medusa. Entonces se volvió y con la hoz que le había dado Mercurio le cortó la cabeza de un tajo. En seguida cogió el zurrón y metió dentro de él la cabeza. Vio que del cuerpo decapitado de Medusa salía un gran chorro de sangre y que de aquel líquido surgieron dos seres fabulosos. Uno de ellos, un caballo alado de resplandeciente blancura, Pegaso.
Perseo, en ese momento, se puso el casco de Plutón e inmediatamente se hizo invisible. Cuando alcanzó la salida, de un salto subió a lomos del caballo alado y remontaron el vuelo. Del zurrón que llevaba en la mano caían gotas de sangre y cada una de ellas, al llegar al suelo, se convertía en una serpiente. Por eso, hoy día, hay tantas en el desierto.
Cuando Perseo llegó a la isla de Séfiros se presentó ante el rey Polidectes. El soberano le dijo furioso:
-¡Dánae ha huido! Se ha refugiado con mi hermano Dictis en un templo convencida de que los dioses los protegerán. Los tengo asediados. ¿Y tú, de dónde sales?
- Señor, he cumplido lo que me ordenaste: aquí te traigo la cabeza de Medusa.
- ¿Te burlas de mí? ¡Ya me gustaría a mí verla!
Perseo agarró la cabeza de Medusa y se la plantó delante a Polidectes, el cual se quedó convertido en estatua de piedra. Entonces Perseo fue a liberar a su madre y a su fiel protector, Dictis. Los habitantes de la isla de Séfiros, cuando se vieron liberados del tirano Polidectes, le pidieron que se convirtiera en su rey, pero Perseo les respondió:
- No, el único trono al que puedo aspirar legítimamente es el de Argos, mi patria. Y hacia allí voy a dirigirme.

Pero esa…, esa es otra historia…


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