sábado, 18 de octubre de 2008

TAJÍN Y LOS SIETE TRUENOS

Tajín y los Siete Truenos.

Una mañana de verano llegó a las selvas de Totonacapán un muchacho llamado Tajín. Era chamaco maldoso. No podía estar en paz con nadie. Apedreaba a los monos, zarandeaba los árboles, saltaba encima de los hormigueros… Por eso el muchacho vivía solo. Nadie soportaba su compañía.

Ese día se encontró en un recodo del camino con un extraño hombrecillo de barba cana, grandes bigotes y cejas tan pobladas que casi cubrían los ojos.

-Buenos días, muchacho. Mis hermanos y yo andamos buscando alguien que nos ayude a sembrar y a cosechar, a vigilar el fuego y a llevar la casa.

-¿Quiénes son tus hermanos?

-Somos los Siete Truenos. Nos encargamos de subir a las nubes y provocar la lluvia. Con nuestras capas, botas y espadas marchamos por los aires hasta que desgranamos la lluvia.

Tajín, apenas escuchó aquello, se imaginó por los aires haciendo cabriolas entre las nubes y dijo que iría con él a casa de los Siete Truenos.

Los Siete Truenos vivían en una casa de piedra, encima de una gran pirámide llena de nichos.

Cuando se enteraron de quién era y a lo que venía, todos protestaron:

-¿Un extraño en nuestra casa?

-¡Ya no tendremos más secretos!

-¡Aprenderá nuestras mañas!

-Tiene cara de bribón.

-Calma, hermanos, por favor. Siempre hemos querido salir todos juntos de excursión, nos peleamos por ver quién realiza las tareas de la casa. Él solucionará los problemas.

Después del mediodía unas nubes se asomaron por el lado del mar. Los Siete Truenos, entre bromas y risas, abrieron el arcón de madera y sacaron sus trajes de faena. Se pusieron capas, botas y se ciñeron espadas y salieron corriendo hacia las nubes. Sus capas agitadas provocaron el viento, sus botas retumbaron contra las nubes y trajeron los truenos mientras sus relumbrantes espadas desataron los relámpagos.

Y de esa manera, la lluvia comenzó a caer suave y tibia como una bendición.

Durante días Tajín fue un ayudante ejemplar. Pero cada vez que limpiaba las botas renacía en él mismo pensamiento: “Tengo que subir.”

La soñada oportunidad llegó. Una mañana los Siete Truenos le dijeron que debían ir a Papantla a comprar puros en el mercado. Ellos se fueron muy contentos. Pero, apenas se quedó solo, Tajín tiró la escoba, corrió al arcón para vestirse con las ropas de los Siete Truenos.

Tajín comenzó a subir por los aires. Comenzó a corretear las nubes, sacudía su capa para juntarlas, y sacaba su espada y la hacía girar. Todo el cielo y la tierra, y aún el mar se llenaron de una luz cegadora. Entre relámpagos y truenos desataron contra la selva un chubasco violentísimo. No era la lluvia bendita de los Truenos, sino una tormenta devastadora. El día se había oscurecido. La lluvia desgajaba ramas de los árboles y hacía crecer los ríos.

Apenas observaron lo que sucedía los Siete Truenos se dieron cuenta de que aquello era obra del muchacho. Regresaron a toda prisa y una vez puesta sus ropas salieron en su busca para atraparlo.

Y allí estaba Tajín, brincoteando de un lado a otro. Cada impulso suyo daba más brío a la tormenta: resoplaba el viento, crecía la lluvia y caían relámpagos y truenos.

Pasaron muchas horas antes de que los Siete Truenos lograran atrapar a Tajín. Cuando finalmente los consiguieron, lo bajaron con tiento, lo ataron fuertemente y lo llevaron al mar para tirarlo al agua.

Bien adentro lo tiraron. Y desde entonces allí vive Tajín. Ha crecido el muchacho. De vez en cuando abandona las profundidades marinas y, cabalgando sobre el viento, desata a las nubes en una lluvia incontenible, mientras los truenos y los relámpagos se suceden. Entonces los Siete Truenos deben trepar de nuevo para capturar a Tajín –al Huracán, como también le dicen al muchacho-, para lanzarlo una vez más al fondo del mar.

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martes, 7 de octubre de 2008

EL PERRO QUE NO SABÍA LADRAR



EL PERRO QUE NO SABÍA LADRAR.

Había una vez un perro que no sabía ladrar. Era un perrillo solitario en una región sin perros. Por él no se habría dado cuenta de que le faltara algo. Los otros le decían:

-¿Pero tú no ladras? ¿No sabes que los perros ladran?
-¿Para qué?

-Ladran porque son perros. Ladran a los vagabundos de paso, a los gatos despectivos, a la luna llena…
-No digo que no, pero yo...

El perro no sabía ladrar y no sabía qué hacer para aprender. Un día un gallo le dijo:

-Haz como yo: kikirikí.
-Me parece difícil.

El perro intentó hacer lo mismo, pero sólo le salió de la boca un desmañado “keke” que hizo salir huyendo aterrorizadas a las gallinas.

Por muchos ejercicios que realizaba no progresaba. Un día que estaba ejercitándose lo vio pasar un cuco y le dio pena.

-¿Qué te pasa?
-Nada
-Entonces ¿por qué estás tan triste?
-Pues...lo que pasa...es que no consigo ladrar. Nadie me enseña.
-Si es sólo por eso, yo te enseño. Escucha bien cómo lo hago y trata de hacerlo como yo: cucú...cucú...cucú...
-Me parece fácil: cu, cu.

Al cabo de una semana ya le salía bastante bien. Estaba muy contento y pensaba: “Por fin, empiezo a ladrar de verdad. Ya no podrán volver a tomarme el pelo”.

En aquellos días llegaron al bosque muchos cazadores. Uno de ellos oyó salir de un matorral cucú...cucú..., apunta el fusil y dispara dos tiros. Por suerte los perdigones no alcanzaron al perro. De repente, se detuvo. Había oído un sonido extraño. Hacía guau, guau. Deslizándose entre los arbustos el perrito se dirigió hacia la dirección de la que procedía aquel guau, guau que, a saber por qué, hacía que le latiera el corazón bajo el pelo.
-Guau, guau.
-Vaya, otro perro.

Sabéis, era el perro de aquel cazador que había disparado.

-Hola, perro.
-Hola, perro.
-¿Sabrías explicarme lo que estás diciendo?
-¿Diciendo? Para tu conocimiento yo no digo, yo ladro.
-¿Ladras? ¿Sabes ladrar?
-Naturalmente.
-Entonces, ¿me enseñarás?
-¿No sabes ladrar?
-No.
-Mira y escucha bien. Se hace así: guau, guau...
-Guau, guau.

Dijo en seguida nuestro perrito. Y, conmovido y feliz, pensaba para sus adentros: “Al fin encontré el maestro adecuado”.

(Adaptación de un cuento de Gianni Rodari)

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