miércoles, 24 de diciembre de 2008

El tamborilero mágico.


El tamborilero mágico.

Érase una vez un tamborilero que volvía de la guerra. Era pobre, sólo tenía el tambor, pero a pesar de ello, estaba contento porque volvía a casa después de tantos años. Se le oía tocar desde lejos: Barabán, barabán, barabán…

Andando, andando encontró a una viejecita.

-Buen soldadito, ¿me das una moneda?

-Toma, sólo tengo ésta. Te la doy de buena gana porque debes necesitarla más que yo.

-Gracias, soldadito, y yo te daré algo a cambio.

-¿En serio? Pero no quiero nada.

-Sí, quiero darte un pequeño encantamiento. Será éste: siempre que tu tambor redoble todos tendrán que bailar. Todos bailarán y no podrán pararse si tú no dejas de tocar.

Y el soldadito reemprendió el camino para regresara casa. Andando, andando…, de repente salieron tres bandidos del bosque.

-¡La bolsa o la vida!

-¡Por el amor de Dios! ¡Adelante! Cojan la bolsa. Pero les advierto que está vacía.

Os bandidos miraron, buscaron y hurgaron. Y naturalmente no encontraron ni siquiera una perra chica.

-Eres un desarrapado. Paciencia. Nos llevaremos el tambor para tocar un poco.

-¿Me dejaréis tocar un poquito antes de llevároslo? Así os enseñaré cómo se hace ¿eh?

-Pues claro, toca un poco.

Eso, eso, yo toco y vosotros ¡y vosotros bailáis!

Y había que verles bailar a esos tres tipejos. Parecían tres osos de feria.

Al cabo de un rato empezaron a resoplar. Intentaron pararse, y no lo consiguieron. Estaban cansados, sofocados, leudaba vueltas la cabeza, pero el encantamiento del tambor les obligaba a bailar, y a bailar, y a bailar…

Pero el tamborilero, prudentemente, sólo paró cuando les vio derrumbarse en el suelo sin fuerzas y sin aliento.

-¡Eso es, así no podréis perseguirme!

Y él, a escape. De vez en cuando, por precaución, daba algún golpecillo al tambor. Y enseguida se ponían a bailar las liebres en sus madrigueras, o las ardillas sobre las ramas, o las lechuzas en sus nidos, que se vieron obligadas a despertarse en pleno día…

Y siempre adelante, el buen tamborilero caminaba y corría para llegar a su casa…

PRIMER FINAL.

Andando, andando el tambolirero pensó que el hechizo haría su fortuna. Así que cuando vio cómo se acercaba una diligencia la hizo parar y comenzó a tocar su tambor. Caballos y pasajeros comenzaron a bailar. Mientras el tocaba con una mano con la otra hizo caer tres cajas repletas de oro que transportaban en la diligencia. Ésta volvió a ponerse en camino sin su preciosa carga. Y he aquí al tamborilero millonario...Se construyó un chalet, vivió de las rentas y se casó con la hija del gobernador. Y cuando necesitaba dinero, le bastó con su tambor.

SEGUNDO FINAL:

Andando, andando el tamborilero vio a un cazador a punto de disparar a un tordo. Bambarambambán...el cazador deja caer su escopeta y se puso a bailar. Y el tordo escapa.
Y así el generoso soldadito echaba mano de su tambor siempre que se trataba de un acto de injusticia, prepotencia o abuso. Y encontró tantas arbitrariedades que nunca consiguió llegar a casa. Pero de todas formas pensó contento que su casa estaría donde pudiera hacer el bien con su tambor.

TERCER FINAL:

Andando, andando el tamborilero quiso saber cómo funcionaba el encantamiento. Hizo con el cuchillo un agujerito en la piel. Dentro no había nada de nada. Y reemprendió su camino, batiendo alegremente sus palillos. Pero ahora ya no bailan al son del tambor las liebres, las ardillas ni los pájaros en las ramas. Las lechuzas no se despiertan. El sonido parece el mismo pero el hechizo ya no funciona. El tamborilero está más contento así.



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El audio de este cuento adaptado de Rodari lo tienes aquí.

viernes, 19 de diciembre de 2008

El PRÍNCIPE FELIZ.(Cuentos ilustrados 5)





EL PRÍNCIPE FELIZ.
(Adaptación de un cuento de OSCAR WILDE)

En la parte más alta de la ciudad, sobre una columna, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz.
Estaba toda revestida de oro. Tenía, por ojos, dos zafiros y un gran rubí rojo en el puño de su espada.
Un día una golondrina se cobijó debajo de la estatua y le cayó encima una pesada gota de agua. Miró hacia arriba y vio los ojos del Príncipe Feliz arrasados de lágrimas. El Príncipe le contó que cuando estaba vivo no sabía lo que eran las lágrimas porque vivía en el Palacio de la Despreocupación. Por eso le llamaban el Príncipe Feliz. Ahora veía las miserias de la ciudad y que por eso lloraba. Le dijo que podía ver a una pobre mujer que bordaba sobre un vestido. Su hijito estaba enfermo, tenía fiebre y su madre no podía darle más que agua. Le pidió le llevara el rubí del puño de su espada.
La Golondrina, aunque debía partir para Egipto, apenada por la mirada del Príncipe Feliz, se quedó y llevó el gran rubí a la mujer dejándolo en el dedal de la costurera.
Al día siguiente al salir la luna volvió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz para despedirse.
-Golondrina, allá abajo veo a un joven en una buhardilla. Se esfuerza en terminar una obra para el director del teatro, pero siente demasiado frío y hambre para escribir más. Llévale uno de mis ojos. Son unos zafiros extraordinarios. Lo venderá, se comprará alimento y combustible y concluirá su obra.
Entonces la Golondrina arrancó el ojo, voló hacia la buhardilla del estudiante y lo dejó sobre la mesa.
Al día siguiente al salir la luna, volvió hacia el Príncipe para despedirse.
-¡Golondrina!, ¿no te quedarás conmigo una noche más? Allá abajo, en la plazoleta a una niña vendedora de cerillas se le han caído las cerillas al arroyo. Su padre le pegará. Arráncame el otro ojo, dáselo y su padre no le pegará.
La Golondrina entregó el otro zafiro a la niña, voló de vuelta hacia el Príncipe y le dijo que se quedaría con él para siempre.
Durante esos días la Golondrina volaba por la ciudad y luego le contaba la miseria en la que vivían los niños y mendigos. Entonces el Príncipe le dijo:
-Estoy cubierto de oro fino despréndelo hoja por hoja y dáselo a los pobres.
Hoja por hoja arrancó la Golondrina el oro fino y hoja por hoja lo distribuyó entre los pobres.
Entonces llegó la nieve y después de la nieve el hielo. La pobre Golondrina tenía frío, cada vez más frío, pero no quería abandonar al Príncipe: le amaba demasiado para hacerlo.
Pero, al fin, sintió que iba a morir. No tuvo fuerzas más que para volar una vez más sobre el hombro del Príncipe.
-¡Adiós, amado Príncipe! Permitid que os bese la mano.
-Me da mucha alegría que partas por fin para Egipto, Golondrina. Has permanecido aquí demasiado tiempo. Pero tienes que besarme en los labios porque te amo.
-No es a Egipto adonde voy a ir. Voy a ir a la morada de la Muerte. La Muerte es hermana del Sueño, ¿verdad?
Y besando al Príncipe Feliz en los labios, cayó muerta a sus pies.
En el mismo instante sonó un extraño crujido en el interior de la estatua. La coraza de plomo se había partido en dos.
A la mañana siguiente, el alcalde se paseaba por la plazoleta con dos concejales de la ciudad. Al pasar junto al pedestal, levantó sus ojos hacia la estatua.
-¡Dios mío! ¡Qué andrajoso parece el Príncipe Feliz! El rubí de su espada se ha caído y ya no tiene ojos, ni es dorado. Y tiene a sus pies un pájaro muerto.
Entonces fue derribada la estatua y la fundieron. Pero el corazón de plomo no quiso fundirse en el horno y fue arrojado como desecho al montón de basura en el que yacía la golondrina muerta.
Cuentan que Dios le pidió a un ángel que trajera las dos cosas más preciosas de la ciudad. Y el ángel le llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto.

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sábado, 8 de noviembre de 2008

EL ZURRÓN QUE CANTABA



EL ZURRON QUE CANTABA.

Érase una vez una pobre mujer que sólo tenía una niña a la que quería mucho. Un día le regaló unos zapatitos de charol.
Cierto día la mandó a buscar agua a la fuente con un búcaro. La niña obedeció y cuando llegó a la fuente, se quitó los zapatitos para que no se le mancharan. Pero junto a la fuente estaba sentado un mendigo, viejo y muy feo, que llevaba un enorme zurrón y que no dejaba de mirar a la niña con ojos perversos. La niña, que se había dado cuenta de cómo la observaba, sintió miedo, limpió y llenó su búcaro y emprendió el camino de regreso a su casa.
Cuando llegó a su casa se dio cuenta de que había olvidado sus zapatitos junto al pilón. La niña volvió para recuperarlos. Pero cuando llegó, el mendigo todavía estaba allí y los zapatitos habían desaparecido.

- ¿Andas buscando algo, pequeña?
- Sí. Había olvidado en el pilón unos zapatitos de charol. Venía a recogerlos.
- ¡Ah, eran tuyos! Has tenido suerte. Yo te los he guardado.
- ¡Si! ¿Dónde están?
- Aquí, en mi zurrón. Ven a recogerlos; no tengas miedo... Ahí, en el fondo del zurrón los encontrarás. Recógelos tú misma.

Y la niña metió la mano en el zurrón, y en ese momento el viejo la empujó y la metió adentro.
Luego ató con una cuerda la boca del zurrón y se lo cargó al hombro. La niña gemía y suplicaba que la sacara de allí y el viejo le decía:

-¡Nunca más verás a tu madre! ¡Deja de llorar! Y, si quieres comer, tendrás que cantar cuando yo te diga:
"Canta, zurrón, canta,
o, si no, te doy con la palanca."

Y así se la llevó por los pueblos para ganarse la vida. A todas las partes que llegaba, en vez de pedir limosna, colocaba el zurrón en medio de la plaza y le decía:
"Canta, zurrón, canta,
o, si no, te doy con la palanca."

Entonces la niña se ponía a cantar:

- “En un zurrón voy metida,
en un zurrón moriré,
por culpa de unos zapatos
que en la fuente me dejé.”


Cantaba tan bien la niña, que todos querían oírla y el viejo fue llenando sus bolsillos con las monedas que le daban a cambio de hacer cantar el zurrón.

Pasó el tiempo y un día el viejo volvió al pueblo de donde era la niña. Quiso el azar que colocara el zurrón delante de la puerta de la casa de la madre de la niña. La niña comenzó a cantar y su madre reconoció su voz. Entonces ella dijo:

- Buen hombre, no tengo dinero que darle... Pero como es tarde y amenaza lluvia, podéis cenar y pasar la noche en mi casa.

El viejo aceptó y tras la cena se quedó dormido como un lirón. Entonces la madre abrió el zurrón, sacó a su hija y se la comió a besos. Le dio de comer, la acostó y la arropó cálidamente en su cama.
Pasaban por allí un perro, un gato y un conejo. Metió dentro del zurrón al perro y al gato, y dejó libre al conejo porque los conejos no hacen daño a nadie.
A la mañana siguiente, el mendigo se despidió y emprendió su camino. Y a la puerta de una casa dijo:
"Canta, zurrón, canta,
o, si no, te doy con la palanca."
En aquel momento, el perro y el gato que estaban dentro de zurrón dijeron:

- Viejo pícaro:¡Guau, guau!
- Viejo perverso:¡Miau, miau!

El malvado mendigo, creyendo que era la niña quien eso decía, abrió el zurrón para pegarle con la palanca. Entonces el gato se abalanzó sobre él y le sacó los ojos; mientras el perro de un mordisco, le arrancó la nariz.

Y colorín, colorado, este cuento se ha terminado.

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sábado, 18 de octubre de 2008

TAJÍN Y LOS SIETE TRUENOS

Tajín y los Siete Truenos.

Una mañana de verano llegó a las selvas de Totonacapán un muchacho llamado Tajín. Era chamaco maldoso. No podía estar en paz con nadie. Apedreaba a los monos, zarandeaba los árboles, saltaba encima de los hormigueros… Por eso el muchacho vivía solo. Nadie soportaba su compañía.

Ese día se encontró en un recodo del camino con un extraño hombrecillo de barba cana, grandes bigotes y cejas tan pobladas que casi cubrían los ojos.

-Buenos días, muchacho. Mis hermanos y yo andamos buscando alguien que nos ayude a sembrar y a cosechar, a vigilar el fuego y a llevar la casa.

-¿Quiénes son tus hermanos?

-Somos los Siete Truenos. Nos encargamos de subir a las nubes y provocar la lluvia. Con nuestras capas, botas y espadas marchamos por los aires hasta que desgranamos la lluvia.

Tajín, apenas escuchó aquello, se imaginó por los aires haciendo cabriolas entre las nubes y dijo que iría con él a casa de los Siete Truenos.

Los Siete Truenos vivían en una casa de piedra, encima de una gran pirámide llena de nichos.

Cuando se enteraron de quién era y a lo que venía, todos protestaron:

-¿Un extraño en nuestra casa?

-¡Ya no tendremos más secretos!

-¡Aprenderá nuestras mañas!

-Tiene cara de bribón.

-Calma, hermanos, por favor. Siempre hemos querido salir todos juntos de excursión, nos peleamos por ver quién realiza las tareas de la casa. Él solucionará los problemas.

Después del mediodía unas nubes se asomaron por el lado del mar. Los Siete Truenos, entre bromas y risas, abrieron el arcón de madera y sacaron sus trajes de faena. Se pusieron capas, botas y se ciñeron espadas y salieron corriendo hacia las nubes. Sus capas agitadas provocaron el viento, sus botas retumbaron contra las nubes y trajeron los truenos mientras sus relumbrantes espadas desataron los relámpagos.

Y de esa manera, la lluvia comenzó a caer suave y tibia como una bendición.

Durante días Tajín fue un ayudante ejemplar. Pero cada vez que limpiaba las botas renacía en él mismo pensamiento: “Tengo que subir.”

La soñada oportunidad llegó. Una mañana los Siete Truenos le dijeron que debían ir a Papantla a comprar puros en el mercado. Ellos se fueron muy contentos. Pero, apenas se quedó solo, Tajín tiró la escoba, corrió al arcón para vestirse con las ropas de los Siete Truenos.

Tajín comenzó a subir por los aires. Comenzó a corretear las nubes, sacudía su capa para juntarlas, y sacaba su espada y la hacía girar. Todo el cielo y la tierra, y aún el mar se llenaron de una luz cegadora. Entre relámpagos y truenos desataron contra la selva un chubasco violentísimo. No era la lluvia bendita de los Truenos, sino una tormenta devastadora. El día se había oscurecido. La lluvia desgajaba ramas de los árboles y hacía crecer los ríos.

Apenas observaron lo que sucedía los Siete Truenos se dieron cuenta de que aquello era obra del muchacho. Regresaron a toda prisa y una vez puesta sus ropas salieron en su busca para atraparlo.

Y allí estaba Tajín, brincoteando de un lado a otro. Cada impulso suyo daba más brío a la tormenta: resoplaba el viento, crecía la lluvia y caían relámpagos y truenos.

Pasaron muchas horas antes de que los Siete Truenos lograran atrapar a Tajín. Cuando finalmente los consiguieron, lo bajaron con tiento, lo ataron fuertemente y lo llevaron al mar para tirarlo al agua.

Bien adentro lo tiraron. Y desde entonces allí vive Tajín. Ha crecido el muchacho. De vez en cuando abandona las profundidades marinas y, cabalgando sobre el viento, desata a las nubes en una lluvia incontenible, mientras los truenos y los relámpagos se suceden. Entonces los Siete Truenos deben trepar de nuevo para capturar a Tajín –al Huracán, como también le dicen al muchacho-, para lanzarlo una vez más al fondo del mar.

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martes, 7 de octubre de 2008

EL PERRO QUE NO SABÍA LADRAR



EL PERRO QUE NO SABÍA LADRAR.

Había una vez un perro que no sabía ladrar. Era un perrillo solitario en una región sin perros. Por él no se habría dado cuenta de que le faltara algo. Los otros le decían:

-¿Pero tú no ladras? ¿No sabes que los perros ladran?
-¿Para qué?

-Ladran porque son perros. Ladran a los vagabundos de paso, a los gatos despectivos, a la luna llena…
-No digo que no, pero yo...

El perro no sabía ladrar y no sabía qué hacer para aprender. Un día un gallo le dijo:

-Haz como yo: kikirikí.
-Me parece difícil.

El perro intentó hacer lo mismo, pero sólo le salió de la boca un desmañado “keke” que hizo salir huyendo aterrorizadas a las gallinas.

Por muchos ejercicios que realizaba no progresaba. Un día que estaba ejercitándose lo vio pasar un cuco y le dio pena.

-¿Qué te pasa?
-Nada
-Entonces ¿por qué estás tan triste?
-Pues...lo que pasa...es que no consigo ladrar. Nadie me enseña.
-Si es sólo por eso, yo te enseño. Escucha bien cómo lo hago y trata de hacerlo como yo: cucú...cucú...cucú...
-Me parece fácil: cu, cu.

Al cabo de una semana ya le salía bastante bien. Estaba muy contento y pensaba: “Por fin, empiezo a ladrar de verdad. Ya no podrán volver a tomarme el pelo”.

En aquellos días llegaron al bosque muchos cazadores. Uno de ellos oyó salir de un matorral cucú...cucú..., apunta el fusil y dispara dos tiros. Por suerte los perdigones no alcanzaron al perro. De repente, se detuvo. Había oído un sonido extraño. Hacía guau, guau. Deslizándose entre los arbustos el perrito se dirigió hacia la dirección de la que procedía aquel guau, guau que, a saber por qué, hacía que le latiera el corazón bajo el pelo.
-Guau, guau.
-Vaya, otro perro.

Sabéis, era el perro de aquel cazador que había disparado.

-Hola, perro.
-Hola, perro.
-¿Sabrías explicarme lo que estás diciendo?
-¿Diciendo? Para tu conocimiento yo no digo, yo ladro.
-¿Ladras? ¿Sabes ladrar?
-Naturalmente.
-Entonces, ¿me enseñarás?
-¿No sabes ladrar?
-No.
-Mira y escucha bien. Se hace así: guau, guau...
-Guau, guau.

Dijo en seguida nuestro perrito. Y, conmovido y feliz, pensaba para sus adentros: “Al fin encontré el maestro adecuado”.

(Adaptación de un cuento de Gianni Rodari)

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jueves, 25 de septiembre de 2008

BOLLITO DE PAN. CAPÍTULO I.


BOLLITO DE PAN.


Allí estaba, en el fondo del gran cajón de aluminio de una panadería; entre bollos, vienas y barras de pan. Bollito de pan había quedado solo, sin venderse aquella mañana. Pero cuando el panadero fue a cerrar el despacho llegó doña Flor. Y sólo pudo llevarse a Bollito de pan.

- Me queda un bollo de pan, doña Flor; tiene usted que venir antes porque sino...

- No importa, me lo llevo. Ya me aviaré con algo que tengo congelado.

Y así fue a parar a la cesta de doña Flor, envuelto en un papel como si fuese un caramelo, entre hojas de lechuga que le hacían cosquillas.

Ya en la casa, doña Flor disponía con soltura la mesa: vasos, cucharas, tenedores, platos, servilletas color naranja… Bollito de pan, contemplaba el escenario, acunado en una pequeña cesta de mimbre cubierta por una servilleta blanca, como si de una sábana se tratara.

- ¡Qué bien me encuentro aquí! Mejor que en la panadería, sin todas esas barras encima... ¡Qué buena fiesta me han preparado! ¡Qué bien huele! Y yo en el centro con mi sabanita limpia...

Bollito de pan no sabía lo que le esperaba. Bien pronto lo supo. Juanito, el hijo pequeño de doña Flor, llegó a casa.

- ¡Hola mamá!

- ¡Hola Juanito! No te comas el pan; pronto comeremos…

- Sí, mamá, sólo un piquito, ¿vale?

- ¡Ay!, ¿qué es esto? Me han mutilado. ¡Socorro!

En ese momento, espabilado por el pellizco, le salieron a Bollito de pan ojos y boca; brazos y piernas no más grandes que un dedo. De un salto, tomó el suelo, llegó hasta la puerta de la casa y se escondió detrás del paragüero. Aprovechando que don Julián entraba, salió entre sus piernas, y, sin mirar atrás, saltó de uno en uno los escalones hasta llegar a la calle y se paró aliviado al borde de la acera.

- ¡Por fin! Casi no lo cuento. Piquito a piquito me hubieran dejado sin cuerpo.

La lluvia había dejado charcos en los que ahora se reflejaba un celeste azul cielo. Un coche - ¡pi-pi! - con mucha prisa se acerca al borde de la acera y con sus negras ruedas despierta al charco donde dormía un trozo de cielo. Bollito de pan, empapado y con lamparones de barro, cruzó la calle, salió corriendo; se perdió entre las gentes, donde a punto estuvo de morir aplastado por tanques que eran zapatos y lanzas que eran paraguas que ya no apuntaban al cielo.

- ¡Qué horror, mejor vivía cuando era grano de trigo! ¡Odio a los panaderos! ¡Salvado, estoy salvado! Allí está todo verde.

Pobre Bollito de pan, ¡qué ignorante!, no sabía los peligros ahora le esperaban en el parque. Tumbado sobre la hierba y mimado por el sol, cerró los ojos. Soñó que era espiga verde en lucha con el viento en un día de Mayo. Soñó que era un pájaro cantor que volando jugaba en el cielo...

Un picotazo lo despertó: ¡Qué horror, eran pájaros y lo estaban atacando!

- ¿Qué tendré yo que todos quieren comerme?

Emprendió de nuevo la huida. Los pájaros tras él lo iban persiguiendo. Salió del parque, llegó al campo, cruzó sembrados y los pájaros seguían -¡pic, pic!- picoteando y no se espantaban aunque él moviera los brazos. Llegó a la ribera de un río y, sin pensarlo, se arrojó a él: ¡estaba a salvo! Su cuerpo, llevado por la corriente, flotaba mansamente y giraba como hoja que cae al suelo.
Pero, ¡¿qué estaba pasaba?! ¡Se estaba hundiendo! Su cuerpo era una esponja y los peces venían a por él, a lo lejos. No podía nadar: era como un trozo de plomo que caía sin balanceo. ¡Sí, allí estaba, en el fondo del río, un trozo de plomo...!

- Si hay plomo, hay anzuelo.


Nadando como pudo, llegó hasta él. Agarrando el sedal con sus manos, tensó para que el pescador sintiera su peso. Con un golpe seco el pescador tiró de la caña, salió del río, subió por el aire, se soltó...

- ¡Cielo santo, ahora me estrello!

Un halcón peregrino, con sus garras lo atrapó al vuelo. Miró su presa; no era un conejo. Era una masa blanda que chorreaba agua...

-¡Qué asco, no lo quiero!

Lo dejó caer desde lo alto. ¡Quién fuera ahora pájaro!, ¿verdad, Bollito?

- Se acabó mi suerte, no soy trapecista. Sólo me esperan las pinzas de las hormigas, los picos de los jilgueros, y luego…, luego…, luego la nada.

Pero doña Sol, había salido a tender sus sábanas. Sólo una vez al año no las colgaba como banderas, como pantallas. Con cuatro pinzas entre dos cordeles, como un mantel mecido por el viento, las sábanas esperaban a Bollito de Pan. Y allí quedó. Tumbado al sol reposando en silencio. Bollito de pan, una vez seco, emprendió su camino algo más ajado, con picotazos en su cuerpo. Aprendió que debe cuidarse bien de aquellos que sólo lo buscan a uno como alimento.

Y colorín colorado, este cuento se ha terminado


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EL PEQUEÑO HÉROE DE HARLEM.




El pequeño héroe de Harlem.

Cerca de la ciudad de Harlem, célebre por sus tulipanes, vivía un muchacho llamado Hans. Un día salió a pasear con su hermanito a lo largo del dique.
Y llegaron lejos, muy lejos, hasta un lugar donde no había ni casas ni granjas, sólo campos de cebada y flores silvestres. Hans estaba cansado; trepó por el dique y se sentó encima; su hermano se quedó abajo para coger violetas. De repente, el hermanito le llamó:

-¡Hans, mira que agujerito más divertido! ¡Salen de él pompas de jabón!
-¿Un agujero? ¿Dónde?
-Aquí, en el muro. El agua entra por él. Se dejó resbalar hasta abajo y miró.
-Es un agujero en el dique.


Miró a su derecha, nadie; a su izquierda, nadie; ¡Y la ciudad estaba tan lejos, tan lejos! Hans sabía que muy pronto el agua atravesaría el agujero si no lo cerraban en seguida. ¿Qué hacer? ¿Correr hasta la ciudad? Los hombres habían salido de pesca. ¡Quién sabe cuando volverían! Ahora las gotitas se habían convertido en un hilillo de agua que se deslizaba con regularidad y alrededor del agujero. De pronto, Hans tuvo una idea. Hundió su dedo índice en el agujero y dijo a su hermano:


-Corre, ¡de prisa, de prisa! ¡Dieting! Di a la gente que hay un agujero en el dique. Diles que lo mantendré taponado hasta que vengan.


El niño comprendió por la mirada de su hermano que se trataba de algo grave y se puso a correr tan deprisa como sus piernecitas podían llevarle. Y Hans se quedó solo, con el dedo en el dique. De vez en cuando, una ola que había roto más fuerte, rociaba con su espuma los cabellos del muchacho. Poco a poco su mano se fue quedando tiesa. Intentó frotársela con la mano, pero se iba quedando cada vez más tiesa. Miró hacia la ciudad y su larga carretera blanca. Nadie. El frío le subió por la muñeca a lo largo del brazo y hasta el hombro. Le pareció que hacía horas que se había ido su hermano. ¡Se sentía tan solo y tan cansado! Apoyó su cabeza contra el muro para descansar un poco. Entonces le pareció oír la voz del mar que le decía:

-Soy el océano. Nadie puede luchar contra mí. ¿Quién eres tú para querer impedir mi paso? ¡Ten cuidado, ten cuidado!

El corazón de Hans latía fuertemente. ¿Acaso no vendrá nadie jamás?
Y el agua chapoteaba contra las piedras murmurando:

-¡Pasaré, pasaré, pasaré! ¡Y te ahogaré, te ahogaré, te ahogaré!


Hans sintió deseos de retirar su dedo. ¡Tenía tanto miedo! Pero, ¿y si el agujero se hacía más grande y rompía el dique? Apretó los dientes, y hundió su dedo más profundamente que antes.


-¡Tú no pasarás¡ ¡Y yo no huiré!


En aquel momento oyó gritar. Lejos, muy lejos, en la carretera se vislumbraba una nube de polvo y luego, una masa negra que avanzaba. ¡Sí, eran los hombres de la ciudad! Reconoció enseguida a su padre y a sus vecinos. Traían cestos y gritaban: ¡Ánimo! ¡Ya llegamos! ¡Resiste! Y al cabo de un instante, ya estaban allí. Cuando vieron a Hans, pálido de frío y de sufrimiento, con su dedo apretando contra las piedras, lanzaron un “¡Hurra!” de entusiasmo. Su padre le tomó en brazos y frotó sus miembros rígidos y los hombres le dijeron que era un verdadero héroe y que había salvado la ciudad. Una vez reparado el dique, volvieron a la ciudad llevando triunfalmente a Hans sobre sus hombros. Y todavía hoy se cuenta en Harlem la historia del muchacho que salvó la ciudad.

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sábado, 20 de septiembre de 2008

LA MICOLOGÍA

La micología.


Al rayar el alba el setero sale de su casa con un bastón y una cesta. Toma la carretera hasta que llega a un pinar. De tanto en tanto se para. Aparta con el bastón la capa de pinocha seca y va recogiendo setas.

De golpe ve el sombrero redondeado, escarlata y jaspeado de blanco, de la amanita muscaria. Para que nadie la coja le da un puntapié. En medio de la nube de polvo que la seta forma al desangrarse, aparece un gnomo con gorro verde, barba blanca y botas puntiagudas con cascabeles, flotando a medio metro del suelo.

- Buenos días, buen hombre. Soy el gnomo de la suerte que nace de algunas amanitas cuando se desintegran. Eres un hombre afortunado. Sólo en una de cada cien mil amanitas hay un gnomo de la suerte. Formula un deseo y te lo concederé.

El setero lo miró despavorido.

- No me lo puedo creer.

- Te lo creerás. Formula un deseo y verás como, pidas lo que pidas, aunque parezca inmenso o inalcanzable, te lo concederé.


¿Qué pedir? El gnomo le lee el pensamiento.

- Pide cosas tangibles. Nada de abstracciones. Si lo que pides te hace o no realmente feliz, es cosa tuya.

El setero dudaba. ¿Cosas tangibles? ¿Un yate? ¿Una compañía aérea? ¿El trono de un país de los Balcanes? El gnomo pone cara de impaciencia.

- No puedo esperar eternamente. Antes no te lo he dicho porque pensaba que no tardarías tanto, pero tenías cinco minutos para decidirte. Ya han pasado tres.

- Quiero…

- ¿Qué quieres? Di.

- Es que elegir así, a toda prisa, es una barbaridad. No se puede pedir lo primero que a uno se le pase por la cabeza.

- Te queda un minuto y medio.

Quizá más que cosas, lo mejor sería pedir dinero: una cifra concreta. Mil billones, por ejemplo. O un trillón. No se decide por ninguna cifra porque, en realidad, en una situación como ésta, tan cargada de magia, pedir dinero le parece vulgar, poco sutil, nada ingenioso.

- Un minuto.

La rapidez con que pasa el tiempo le impide razonar fríamente. Es injusto. ¿Y si pidiera poder?

- Treinta segundos.

Cuanto más le apremia el tiempo más le cuesta decidirse.

- Quince segundos.

Renuncia definitivamente al dinero. Un deseo tan excepcional como éste debe ser más sofisticado, más inteligente.

- Dos segundos. Di.

- Quiero otro gnomo como tú.

Se acaba el tiempo. El gnomo se esfuma en el aire y de inmediato, plop, en el lugar exacto que ocupaba aparece otro gnomo, igualito al anterior.

- Buenos días, buen hombre. Soy el gnomo de la suerte que nace de algunas amanitas cuando se desintegran, Eres un hombre afortunado. Sólo en una de cada cien mil amanitas hay un gnomo de la suerte. Formula un deseo y te lo concederé.

Han empezado a pasar los cinco nuevos minutos para decidir qué quiere. Sabe que si no le alcanzan le queda la posibilidad de pedir un nuevo gnomo igual a éste, pero eso no lo libra de la angustia.


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viernes, 19 de septiembre de 2008

POLLITO PIPÍ SE RESFRIÓ.



Pollito Pipí se resfrió.


Un día Patito Cuacuá estaba nadando en la laguna. Su amigo, el Pollito Pipí, lo miraba desde la orilla. Veía que Cuacuá metía la cabeza en el agua y la sacaba otra vez. Entonces Pipí le preguntó:

- Patito, ¿Por qué metes la cabeza en el agua?

- Porque veo pasar bichitos ricos y me los como.

- ¿Hay comidita debajo del agua?

- Claro. ¿Por qué no vienes conmigo?

- Ah, porque mi mamá no quiere que me meta en el agua.

- Pero ahora tu mamá no te ve. Échate al agua, ¡es lindo!

- ¿Sabes, Cuacuá?...yo tengo miedo...- confesó Pollito.

- ¿Miedo de qué? Mira, yo tengo la misma edad que tú y no tengo miedo. ¡Métete de golpe, Pipí!

Pipí se acercaba y de pronto...¡plaf! se tiró al agua. Pobrecito ¡cómo gritaba!

- Pío, pío, pío...¡me ahogo...me ahogo!...pííoo!

En ese momento pasaba por ahí la vieja perra Pacha y se detuvo a escuchar.

- ¡Pero esa es la voz de Pollito Pipí! - dijo Pacha. Y corriendo, corriendo se metió en la laguna. Llegó donde estaba el pobre Pipí, lo alzó con los labios y lo sacó chorreando agua. Así lo llevó hasta donde estaba la mamá.

- Señora Gallina, aquí le traigo a su hijo. Está hecho una sopa.

- Muchas gracias Doña Pacha. ¿Qué te pasó, hijo mío?

Pollito Pipí lloraba y le dijo:

- Me caí al agua, mamá.

- ¿Y cómo te caíste al agua?, di la verdad, hijito.

- ¿Sabes mamá? yo...yo...me metí en la laguna para nadar como Cuacuá.

- Ay Pipí...Mamá siempre te dice:”Pipí, los patos están hechos para nadar por el agua; las gallinas estamos hechas para andar por la tierra”... ¿Viste cómo mamá tiene razón? Y ahora ven a secarte...,¡porque este remojón a mí no me gusta nada!

Pero por más que mamá lo secó bien, Pollito Pipí se resfrió. ¡Y tosió toda la noche!

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POR QUÉ EL PINO, EL ABETO Y EL ENEBRO CONSERVAN SUS HOJAS EN INVIERNO.

POR QUÉ EL PINO, EL ABETO Y EL ENEBRO CONSERVAN SUS HOJAS EN INVIERNO.

Una vez, hace mucho tiempo, hacía mucho frío; el invierno estaba cerca. Todos los pájaros emigrantes se habían marchado hacia el sur, para quedarse allí hasta que llegase la primavera. Pero quedaba un pajarito que tenía un ala rota y no podía volar. No sabía qué hacer. Miró a su alrededor para ver si encontraba un lugar donde abrigarse y vio los hermosos árboles del enorme bosque:

- Quizá los árboles me cobijarán durante el invierno-, pensó el pobre pajarito.

Llegó al lindero del bosque. El primer árbol que encontró fue un álamo blanco de hojas plateadas.

- Álamo precioso. ¿Me dejas vivir en tus ramas hasta que llegue el buen tiempo?
- ¡Ahhh...! ¡Vaya una idea! Bastante trabajo tengo con vigilar mis propias ramas. ¡Fuera de aquí!

El pobre pajarito, aleteando lo mejor que pudo con su ala rota, llegó al árbol siguiente. Era un roble grande y frondoso.

- Roble, buen roble, ¿me dejas vivir en tus ramas hasta que llegue el buen tiempo?
- ¡Vaya una pregunta! Si te dejo vivir en mis ramas picotearás todas mis bellotas. ¡Fuera de aquí!

Aleteando lo mejor que pudo llegó a un gran sauce que crecía a orillas del río.

- Precioso sauce, ¿me dejas vivir en tus ramas hasta que llegue el buen tiempo?
- No, de ninguna manera. Yo no cobijo jamás a desconocidos. ¡Fuera de aquí!

El pobre pajarito no sabía ya a quién dirigirse. Muy pronto le vio el abeto y le dijo:

- ¿Dónde vas, pajarito?
- No lo sé, los árboles no quieren cobijarme y yo no puedo volar lejos con mi ala rota.
- Ven a mis ramas puedes escoger la que más te guste; mira, me parece que en este lado se está más caliente.
- Muchas gracias, pero ¿podré quedarme todo el invierno?
- ¡Claro! Así me harás compañía.

El pino estaba muy cerca de su primo el abeto, y cuando vio al pajarito que brincaba y revoloteaba sobre las ramas del abeto, le dijo:

- Mis ramas no son frondosas, pero puedo proteger del viento al abeto, porque soy grande y fuerte.

Cuando el enebro se enteró, dijo que daría comida al pajarito durante todo el invierno. Sus ramas estaban cubiertas de hermosas bayas negras, y las bayas del enebro son un gran alimento para los pájaros.
El pajarito estaba muy contento en su casa, tan caliente y bien abrigada, y todos los días iba a comer a las ramas del enebro.
Aquella noche el viento del norte pasó por el bosque. Sopló sobre los árboles con su aliento helado y hoja que tocaba, hoja que caía. Quería tocar todas las hojas porque al viento del norte le gusta ver los árboles desnudos.

- ¿Puedo jugar con todos los árboles? -preguntó el viento del norte a su padre, el Rey de la Escarcha.
- No -dijo el Rey-, los árboles que han sido buenos con el pajarito, pueden conservar sus hojas.

Y el viento del norte los dejó en paz, y el pino, el abeto y el enebro conservaron sus hojas todo el invierno hasta que brotaron las nuevas. Y desde entonces, siempre ha sido así.

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EL SOLDADO DE PLOMO.



El soldado de plomo.

Veinticinco soldados de plomo todos iguales fue uno de los regalos que recibió aquel niño el día de su cumpleaños. Cada soldado era idéntico al otro, excepto uno que sólo tenía una pierna porque fue fundido el último y no quedaba plomo suficiente. De todos los juguetes que había en aquella habitación, al soldadito de plomo le gustaba especialmente una bailarina toda ella de papel con una falda de muselina y que levantaba muy alto una pierna.

Cuando toda la gente de la casa se fue a la cama, todos los juguetes comenzaron a jugar. Había tanto jaleo que el canario se despertó y empezó a charlar por los codos…

Dieron las doce y saltó la tapa de la caja de sorpresas y salió un duendecillo negro.

-¡Soldado de plomo! ¿Qué haces ahí mirando lo que no te importa?

Pero el soldado de plomo hizo como si no le hubiera oído.
A la mañana siguiente fue a parar a la ventana y cayó de cabeza clavando la bayoneta en los adoquines. Los niños le buscaron, pero no dieron con él; no le pareció bien gritar “estoy aquí” estando de uniforme.

Después comenzó a llover, ¡qué fuerte aguacero! Dos golfillos con un periódico hicieron un barco de papel, lo pusieron en él y lo echaron a navegar arroyo abajo. De pronto, el barco se metió bajo el puente de una alcantarilla. Apretado a su mosquetón navegaba por aquel oscuro arroyo sin rumbo ni destino, perseguido por una gran rata de agua.

El barco se hundía más y más a medida que el papel se deshacía, mientras él pensaba en la bella bailarina, a la que no volvería a ver.
En aquel momento el papel acabó de rajarse. El soldado de plomo se hundió del todo y en seguida se lo tragó un gran pez. ¡Aquello si que estaba oscuro!

-¡Un soldado de plomo!

Y es que al pez lo habían pescado, lo llevaron al mercado, lo vendieron y lo trajeron a la cocina, donde la criada lo abrió con un gran cuchillo.

La criada lo llevó a la sala de estar y ¡qué pequeño es el mundo! se encontró en la misma habitación en la que había estado antes. Vio a los mismos niños y los mismos juguetes. Él miró a la preciosa y diminuta bailarina, ella le miró a él, pero no se dijeron nada.
De pronto, uno de los niños lo agarró y, sin motivo alguno, lo tiró a la chimenea.
El soldado de plomo se encendió y miró a la bailarina, que le devolvió la mirada. En aquel momento, una puerta se abrió y el viento se llevó a la bailarina que voló hasta la chimenea, junto al soldado de plomo. Al día siguiente, la criada, al retirar las cenizas, encontró un pequeño corazón de plomo y una lentejuela de la bailarina calcinada por el fuego.

(Adaptación de un cuento de Hans Christian Andersen).

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jueves, 18 de septiembre de 2008

EL PEQUEÑO ABETO.



EL PEQUEÑO ABETO.


Había una vez un pequeño abeto que era muy desgraciado porque, en medio de todos los árboles que tenían hojas verdes, el sólo tenía agujas, y sólo agujas... ¡Cómo se quejaba!:

- Todos mis amigos tienen hermosas hojas verdes; en cambio yo, sólo tengo espinas... Quisiera tener...; quisiera tener todas mis hojas de oro.

A la mañana siguiente el pequeño abeto vio cumplido su deseo y amaneció todo cubierto de oro. En el bosque, los árboles comentaron así:

- ¡El pequeño abeto es todo de oro!

Un ladrón escuchó lo que dijeron los árboles, esperó a que llegara la noche, se adentró en el bosque con un saco y despojó al pequeño abeto de todas sus hojas de oro.
A la mañana siguiente, el pequeño abeto se quejaba así:

- Ya no quiero más hojas de oro..., vienen los ladrones y te dejan sin nada. Quisiera tener..., ¡quisiera tener mis hojas de cristal, que también brillan!

A la mañana siguiente su deseo se vio cumplido. Todos los árboles del bosque comentaron así:

- ¡El pequeño abeto tiene sus hojas de cristal!

Pero al llegar la noche, se presentó la tormenta y un fuerte viento lo dejó completamente desnudo, sin que sus quejas le sirvieran de nada... A la mañana siguiente, al ver el destrozo, el pequeño abeto se puso a llorar:

- ¡Qué desgraciado soy! Otra vez estoy desnudo. Han robado mis hojas de oro y han roto mis hojas de cristal. Quisiera tener..., ¡quisiera tener como mis amigos hermosas hojas verdes!

A la mañana siguiente su deseo se vio cumplido y amaneció cubierto de hermosas hojas verdes, como sus amigos... Sus vecinos los árboles del bosque comentaron así:

- ¡El pequeño abeto ya es como nosotros!

Pero la cabra salió de paseo con sus cabritillos y al ver al pequeño abeto les dijo así:

- ¡Venid, niñitos míos! ¡Venid, hijos míos! Saboread esta comida y no dejéis nada.

Los cabritillos se acercaron y en un instante lo devoraron todo. El pequeño abeto al verse completamente desnudo y tiritando, se puso a llorar de nuevo como un niño:

- ¡Se lo han comido todo! Ya no me queda nada. He perdido mis hojas, mis hermosas hojas verdes, como mis hojas de cristal y mis hojas de oro. ¡Si al menos pudiera tener mis antiguas agujas...!

A la mañana siguiente, cuando se despertó, se encontró sus antiguas agujas y no supo qué decir. Ya nunca más se quejó de ellas; se había curado de su orgullo. Y en el bosque se oyó a sus vecinos decir:

- ¡El pequeño abeto es como antes! ¡El pequeño abeto es como antes..., como antes...!

Y colorín, colorado, este cuento, se ha terminado.

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LA FLOR Y EL VIENTO.

LA FLOR Y EL VIENTO

Había una vez, en lo más alto de una afilada montaña, que se levantaba hacía el cielo como una aguja, un diminuto jardín no más grande que una alfombra: Una alfombra llena de flores de mil colores. Pero ellas cada mañana, como vivían tan apretadas, cuando el sol se colgaba en el cielo, luchaban entre sí por conquis­tar sus rayos. Sólo la Flor Amarilla no se peleaba con sus compañe­ras. Al final de cada jornada podía verse en el suelo de la montaña un hermoso tapiz de pétalos. La Flor Amarilla, en cambio, conservaba intactos todos sus pétalos. Ella no quería peleas con sus hermanas las flores; dedicaba todas sus fuerzas a una misión muy importante: El cultivo de su néctar. Su néctar era mágico, pues era capaz de curar el mal de amores... Por eso el sol, que todo eso lo sabía, cada mañana, cuando se colgaba en el cielo, la saludaba así:

- ¡Hola, pequeña¡ ¿Cómo te encuentras hoy? Abre tu cáliz para que pueda calentar tu néctar. Algún día vendrá alguien que necesite de él; alguien que sufra el terrible mal de amores...

Y la Flor Amarilla lo saludaba abriendo y aleteando sus pétalos.

Un día don Viento, en su pelea diaria con el mar, llegó más enfadado que de costumbre (Don Viento silba muy fuerte).

- ¡Eh, tú, don Viento,

no sigas soplando así,

o acabaré yo también muriendo¡

Pero don Viento no la oía... Una nubecilla que pasaba por allí, al ver a la Flor Amarilla en peligro, descendió sobre la montaña y la cubrió con su húmedo manto blanquecino. Don Viento, al ver que la nube no huía, le dijo así:

- ¡Apártate de mi camino diminuta nubecilla¡ ¿No ves que hoy estoy muy enfadado?

- ¡Tú siempre andas igual: soplando por aquí, soplando por allí...¡ ¡ No miras por donde soplas¡ ¿No sabes que estoy protegiendo a la Flor Amarilla?

- No veo ninguna Flor Amarilla...

- ¿Cómo la vas a ver?: ¡Yo te la tapo¡

- Claro, por eso no la veo.

- ¿No sabes que ella es mágica? ¿No sabes que su néctar cura el mal de amores? ¡Anda vete..., y sopla por ahí¡

- Pero para irme por ahí, tengo que pasar por aquí; y para pasar por aquí no tengo más remedio que soplar... ¡Ugggss¡

- ¿Estás loco o qué? ¿No sabes soplar de otra manera?

- Bueno, bueno..., lo intentaré. (Don Viento silba).

Y don Viento descubrió el ¡SILBIDO¡ Y unos pastores que estaban en el valle con sus ovejas, lo oyeron silbar y comenzaron ellos a hacer lo mismo (melodía silbido). Y esta melodía se corrió por todos los valles y campos..., y de esta manera les fue revelado a los hombres el silbido. Pero allí, en lo alto de la montaña, aún sigue nuestra Flor Amarilla, esperando que alguien venga a recoger su néctar; alguien que padezca el terrible mal de amores...

Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.


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LA RANA Y EL BUEY.


LA RANA Y EL BUEY.


Una rana vio a un buey. Y el buey le pareció her­mosísimo.

“¡Qué grande es! ¡Qué grande es! -se dijo-. Yo soy muy pequeña y no me gusta, quisiera ser tan grande como el buey.”

Y la ranita empezó a comer mucho para llegar a ser grande, grande como el buey. No tenía siempre hambre, pero no dejaba de comer, y le decía a su her­manita rana:


-Mírame bien, hermana mía, mira a ver si crezco, mira si soy tan grande como el buey.

-¡Oh, no! No eres tan grande como el buey.


La ranita comía todavía más y engordó tanto que casi no podía saltar.


-Mírame ahora, si soy tan grande como el buey.

-¡Oh, no! No eres tan grande como el buey. Eres muchísimo más pequeña. Nunca serás tan grande como el buey.


Pero la ranita quería ser grande como el buey. Y se puso a comer hierba y moscas y todo lo que encontraba para comer. Se había convertido en una gorda, gordísima rana, pero no era tan grande como el buey y su hermanita se burlaba de ella:


-Comes en vano, nunca serás como el buey, eres sólo una ranita. ¿Por qué quieres ser tan grande como el buey?


Pero la rana no hacia caso de su hermana. ¡Seguía comiendo! ¿Y sabéis lo que pasó? ¡Comió demasiado, se puso enferma y se murió!

¡Ah! Tonta y envidiosa ranita. ¿Por qué no quiso ser una ranita? Las ranas son muy graciosas, ¡tan pequeñas...! ¡Qué feas serían si fuesen grandes como bueyes! ¡No podrían saltar sobre la hierba!, ni esconderse entre las hojas o en los cañaverales, cuando alguien las quiere coger.

(Adaptación de un cuento publicado por Sara Cone Bryant).


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